La gente está cerca, alrededor, transita rozándote, casi hombro con hombro. Hay personas frente a mí, pasan los coches con ruidos mastodónticos, autobuses cavernarios y taxis esteparios. La gran sabana de la ciudad está bien pobladita. En cambio, una niebla grisácea de arena y un verde tropical en suspensión me impiden verlo todo con claridad.

Cuando veo el mundo (dedé) con el filtro que he intentado describir más arriba, con la gasa que desdibuja y desenfoca, cuando lo veo así, no sé si estoy realmente vivo.

Aún diría más: cuando los rostros parecen todos uno, las caras todas la misma, siento que agarro con dificultad las riendas de esta selva, que la maleza me agarrota y me sumerje cansado en la jungla, sin ánimo de salir a cazar.

Estar vivo aunque falto de sensibilidad es lo que tiene. Los dedos de mi mano derecha y parte de la izquierda tocan como enguantados en seda, como con distancia. El mundo es una burbuja y yo floto en el líquido amniótico que me relaja a la vez que me recluye.

Si sientes eso, es lo que os quería explicar, si vives así (o has experimentado esa sensación alguna vez) sabrás que el final de la vida no parece algo tan lejano, que la lentitud de los minutos da lugar a una celeridad en los días que transcurren sin poder verdaderamente asirlos. Que la señora Muerte no es una vecina ajena o una pariente lejana, sino la dependienta de la tienda, la panadera o quizás su hermana gemela (algo que, además, confunde).

Así que, ya que no siento más esa fatiga, esa neblina (gracias a dios), voy a salir de nuevo a la calle, acercarme a otras hormigas como yo que, pese a nuestros mil ojos, nos cuesta comprender los pliegues del tiempo, las micras de distancia que separan dos seres humanos. Y que una vez que lo hacemos (sobre todo después de la experiencia frustrante de la niebla interior, las cataratas en la córnea y las pestañas trenzadas entre sí), hay que mirar el sol a la cara. Joder.