“… no menos de cinco millones de desplazamientos para este puente de San José… las 7.05 en Canarias”. La radio zumba noticias con cantinela reconocible. Los temas son conocidos: botellones, malos tratos, pateras. España es mía esta mañana y el cítrico del zumo de cuatro naranjas recién exprimidas acompasa mi cuerpo con el sabor de la piel de toro.

Volver a escribir supone dos cosas: una liberación y una tortura. La primera ya no lo es tanto y la segunda, tampoco. La transformación sufrida por mi cuerpo en estos últimos meses ha ayudado a relativizar las cosas. No, no me he cambiado de sexo, no es esa mi transformación. La cosa es más sencilla. Todo en realidad se debe a una serie de pequeños cambios que me han permitido, por fin, ser una persona (relativamente) estable y feliz. Pero volvamos al título de este post.

Siempre he bromeado, desde los 18 años, aproximadamente, sobre que soy un escritor frustrado. He escrito ocasionalmente desde esa edad y también anteriormente. Tengo un diario guardado en alguna parte sobre mis años escolares. Con frases como “hoy hemos jugado al fútbol en la hora del comedor El Baby, otros y yo”.

Con la mayoría de edad, cuando debes tomar decisiones en la vida, yo ya sabía que tenía que decidir si iba a ser escritor o no. En principio, me conformé con ser periodista. Me acuerdo de que, durante la carrera, que me ocupó hasta los 24 años por razones que quizás cuente más adelante, fantaseaba con una larga carrera en el mundo de la prensa (siempre me han interesado los periódicos), tal vez como corresponsal volante, y una jubilación temprana para dedicarme a escribir en alguna cabaña de un bosque de Nueva Inglaterra. Eso me pasaba por leer y, más que leer, imaginar.

Así que el periodismo ocupó casi todo mi tiempo y las ansiedades de la vida fueron postergando, salvo ocasiones y exabruptos, la escritura. Hasta hoy, quizás anteayer.

Pero dejemos las introducciones, que ya llevo muchas, y vayamos al grano, que es escribir. Si lo consigo.