Todo esto que siento ahora no es nuevo. Lo siento con más desgarro, más ásperamente, eso sí. Pero algunas de las sensaciones que ahora soporto desde que se me despertó la em antes también existían, latentes o explícitamente. Me refiero a un día caminando por la acera lateral del Retiro madrileño, en una leve cuesta empinada, muy leve. Tras caminar desde el hotel Ritz, creo recordar, de donde venía de entrevistar a (pongamos por caso) Forest Whitaker (por citar a uno en boga ahora) me sentía destragado y desplomado.
A la altura de la Puerta de Alcalá, con un maletín de piel colgado de banderola, noté cómo se resquebrajaba la frente y se me fruncía el ceño. Todo se iba arreglando en la calle O’Donnell, al llegar al edificio del Grupo Zeta. Me compraba unas patatas de bolsa, una coca-cola y más marlboro (estos dos últimos saludables productos presentados con envoltorios rojos, qué curioso). Infra alimentado pero reconfortado con el azúcar (o espartamo) de la coca-cola, me relajaba (creía yo) con un cigarrito dulzón y ya estaba dispuesto para cuatro o cinco horas delante del ordenador (y 6 o 7 cigarritos dulzones más), bajo los plafones de fluorescentes parpadeantes y respirando el aire enrarecido de la redacción de grandes ventanales habitualmente cerrados e instalaciones de fibra óptica sobre nuestras cabezas y bajo los pies. Los nervios electrónicos del periódico no parecían del todo saludables, pero ahí pasábamos las horas un montón de gente simpática (los más) dedicada a cubrir las múltiples caras de la España de fines de los 90 y principios del segundo milenio.
Ayer domingo, como dios manda, salí a la calle a tomar el sol con la familia (en este caso, mis dos hermanos y mi sobrino madrileño, y unos amigos). El Retiro estaba a rebosar de gente de todas partes. No nos acercamos a la zona donde los latinos se reunían para cocinar y jugar al fútbol en una explanada de tierra seca que habían hecho suya. Quizás el gobierno de derechas de la capital los haya desalojado. Sería una mala idea teniendo en cuenta que en Madrid ya hay un millón de inmigrantes, lo que supone alrededor de un 20 por ciento de la población.
Cuando decidimos marcharnos, siguiendo como podía a mi hermano de camino al parking, me encontré de repente en aquella acera levemente empinada que bordea la valla aristocrática del parque de Retiro. Y recordé aquellas mañanas de entrevistas múltiples a cantantes o cineastas, aquellas jornadas de taxis, atascos de tráfico, viajes en metro o caminatas. Recuerdo días de cuatro citas en cuatro horas. Citas agradables casi siempre, eso sí. Días que empezaban con una proyección de cine, por ejemplo.
Y noches de cierre en la redacción en las que de repente se me caía el mundo a los pies mientras yo veía a mis compañeros terminar sus páginas sin desfallecer. Nunca me pregunté si había algo raro en mí. Lo achaqué a la mala vida, al cansancio acumulado que no se aliviaba los fines de semana debido a las salidas nocturnas y pese a las hibernaciones dominicales frente al televisor. Alguna vez me encontré con un párrafo rebelde que bailaba una jota frente a mis ojos sin poder remediarlo. O una sensación de no poder abarcar el estrés de un repiqueteo de información, oral o escrita. Es decir, cuando el cerebro decía basta, fin.
No sabía a qué se debía, como digo. Aunque sí me doy cuenta de que lo que me pasa ahora no es nuevo, quizás esté ahí desde los últimos años de la adolescencia. Y especialmente de aquellos días en los que yo no sabía en qué consistía realmente una resaca de whisky y si era normal o no aquel dolor infernal de cabeza. O aquellos desmayos por coma etílico cuando el resto del mundo continuaba la fiesta. El problema fue que los últimos años de la adolescencia se alargaron más de lo debido.
Y aquí estoy. Un lunes festivo por la mañana, un día soleado como el de ayer, encerrado en casa por miedo a que un paseo más largo de la cuenta, un viaje en autobús, un plantón de un cuarto de hora o una cuesta levemente empinada se coman mi energía.
Voy a salir a la calle, a tomar el sol y a tomar un zumo de naranja.
marzo 19, 2007 en 6:14 pm
Hola Andrés, me llamo Marta aunque normalmente uso el nick de Ranya, me gusta mucho y además, por distintas razones , le tengo eespecial cariño.
Me he sentido tan identificada contigo leyendo este artículo… Llevo desde el año 1995 con tantas cosas raras… Piscosomático me decían los médicos! Antes me enfadaba cuando lo oía. Hoy me gustaría que todo se arreglase con relajación y un buen psicólogo.
Me han diagnósticado la enfermedad en febrero del 06 y llevo desde junio que solamente puedo salir para ir al médico y con gran dificultad, me niego a comprar la silla de ruedas y claro, estoy en casa.
Yo era ejecutiva de cuentas de grandes empresas. Hoy mi gran empresa es seguir adelante y levantarme cada día.
En cierto modo me ha reconfortado leerte y me da ánimos. Creo que es muy valioso este blog tuyo. Gracias.
Un abrazo
marzo 20, 2007 en 2:03 am
A veces al menos para mi, es como mejor no saber que tengo alguna enfermedad, porque como que la sufro mas, o cualquier cosa que me pase en ese momento lo atribuyo a la enfermedad, lo que quiero decir es que en aquellos momentos cuando solo te sentias cansado, capaz no te angustiaba tanto el cnasancio como hoy dia, que ya sabes a que se debe el mismo. Capaz mejor en algunas cosas de la vida como que es mejor no saberlas..como las infidelidades por ejemplo., claro en el caso de las enfermedades lo unico es que puedes cuidarte un poco mejor, sin embargo a veces la ignorancia es felicidad.
marzo 20, 2007 en 2:04 am
Ranya, cada articulo de este blog, es una esperanza.
un abrazo
marzo 20, 2007 en 7:16 pm
Bienvenida, Ranya. Y hola de nuevo, Natalia.
marzo 21, 2007 en 11:56 am
un texto muy bueno, andrés, tanto por la sinceridad que desprende como por la precisión de cada palabra…
marzo 21, 2007 en 12:15 pm
Me da mucha alegría lo que dices, Nuria.
Por cierto, ayer recibí tu paquetito con revistas Iguazú. Estuvimos leyéndola mi madre y yo y, a partir de ahora, tienes dos nuevos fans. No, en serio, está muy bien hecha.
En particular me gustó el cariño con el que pusiste las imágenes de mi relato.
marzo 21, 2007 en 12:31 pm
Marta, ayer sólo pude darte la bienvenida. Me impresionó tu comentario. Y me doy cuenta de que no debería quejarme tanto, aunque tampoco voy a decir que soy un afortunado. Sé que hay personas como tú que no pueden salir de casa por razones de fuerza mayor. O de ‘fuerza menor’, vamos, que tenéis menos fuerza (perdona por el chiste). Así que si puedo ser de alguna ayuda para ti, me reconfortará mucho.
Un abrazo.
P.D: Por cierto, no sé qué pasa en wordpress que no se puede poner mi e-mail. Así que lo iré repitiendo: andresgonzalez39@yahoo.es.
Marta, escríbeme si quieres o dime si quieres que te escriba. Así intercambiamos impresiones escleróticas (jja).
marzo 21, 2007 en 6:24 pm
Natalia,
¿La ignorancia es felicidad? Puede que sí. Lo que yo creo es que hasta que no lo perdemos, a veces no lo valoramos.
marzo 22, 2007 en 9:00 pm
Bueno , bien vale el dicho, nadie sabe lo que tiene hasta que lo pierde, sin embargo cada vez me voy convenciendo mas.. y ojo que lo que voy a decir puede sonar ..no se a miedo, a simpleza, pero definitivamente mientras mas analizamos las cosas , mas las pensamos , entonces mas nos complicamos y mas sufrimos. A veces envidio sanamente ( no es que les voy a desear se caigan y se partan una pata ,o algo asi ) ala gente que es mas basica, es decir los que no se piensa tanto las cosas , sino que lo desean actuan y ya, y si les paso no se sientan a evaluar porque les paso. Puede que este equivocada, pero me parece son mucho mas felices. un abrazo