El sábado pasé por la plaza de Sindicatos y ahí estaba en su portal Pepe, el empleado de la funeraria La Siempreviva, imitando a Travolta en Fiebre del sábado noche. Ahora ya no existe la funeraria, se ha transformado (y trasladado junto a un polígono industrial) en un gigantesco tanatorio que recientemente ha criado un vástago moderno, junto a un centro comercial (ya se sabe, es un negocio sin vacas flacas, siempre se muere alguien). Pero Pepe estaba allí, frente a un Tous donde venden joyas y dijes con carita de oso sonriente, como un totem de la nostalgia, levantando el brazo como diciendo «staying alive», o sea, sigo viviendo.
Una pareja, casada desde la época del instituto, días en que siempre pasábamos por el portal de la plaza de Sindicatos, paseaba con un niño de la mano también por allí y sonrió y saludó a Pepe, cuando antes el único que saludaba a todo el mundo entre bailes y gestos expansivos era el empleado de la funeraria, para espanto y carcajada de los estudiantes. Aquel encuentro y fugaz saludo fue un mínimo reconocimiento a la alegría de vivir, del que fui testigo y por eso lo cuento.
Hace tiempo vi a Pepe, ya detrás del mostrador del actual tanatorio con aspecto de corte inglés gris. Su cara no era la misma, se le había borrado la sonrisa, atribulado como estaba con sus tétricos quehaceres diarios. Así que el sábado llegué a la conclusión de que Pepe era un tipo generoso que fue regando alegría de vivir, y un poco de locura (por qué no decirlo), a los jovencitos que en aquellas mañanas de sábado veníamos de jugar en los Salesianos al minibasquet.
(Continuará)