Querido N:
Parece que fue ayer cuando me tomé aquel cuartico de ácido durante una de mis primeras fallas en Valencia. Era un trocito de papel que tú me depositaste en la lengua como un ritual misterioso no exento de cariño: mostraste una cajita metálica, sacaste el cromo y nos diste la comunión a los fieles. Mi ácido cundió para toda la noche, igual que los que se tomaron S. y S., tan bellas. No recuerdo lo que dijiste al ofrecernos aquella hostia sin consagrar, pero sí sé que se disolvió en mi lengua mientras rezaba mi padrenuestro particular, por ti inducido. Un padrenuestro clásico, punk, hardcore, popero, trash metal, trip hop, un padrenuestro N., inclasificable, como tú eres.
Quizás no fue la primera vez, pero la recuerdo así. Sí que se me abrió la mente, como la cosa prometía. Fue una noche muy alegre en la que todo se pintó de rosa, en la que caminaba a pasos de astronauta y veía la risa de la gente a cámara lenta, los bailes de la pista de aquel club de ambiente por el que pasamos eran de película muda raída por el uso, las horas se fundían en un continuo, los espacios se superponían, los cuerpos también. Todo en esa noche fue extraño y fluido a la vez.
Recuerdo esa noche así como instantes difusos de otras. Tú recordarás más que yo. Con los años he borrado más que almacenado. Pero esos pasajes, barridos, brochazos y difuminados siguen presentes como aquel mi primer día. El primero de una larga lista de momentos memorables por críticos, confusos y esclarecedores.
Era joven, el roce de la camisa salmón estampada de tréboles morados era placentero, la piel siempre bronceada y los sentidos sedientos, hambrientos, ciegos, mudos, mancos, rengos.
Sabía lo que buscaba. Tal vez no lo concretaba porque lo deseaba con urgencia y de un solo trago. A esa edad tenía claro el objetivo, lo que desconocía era el sistema para conseguirlo. A esta edad, en cambio, he aprendido el método pero se me va olvidando el objetivo. ¿Y de qué te sirve ser un gran conductor y tener un gran vehículo si no sabes a dónde quieres ir? N. siempre me enseñó cuál era el objetivo, aunque ni él (algunos años mayor) ni yo conocíamos el camino para alcanzarlo.
(Continuará)