Como últimamente estoy muy vago cuando tengo respiro laboral y no le doy a la tecla (la creativa, me refiero, la otra no para), voy a copiar aquí un fragmento de Loli va de compras, un cuento mío. Espero que os guste. Si consigo terminar mi libro de relatos, este cuento, al que tengo mucho cariño, formará parte de él.
1. Loli y yo.Los jueves por la mañana no suelen suceder cosas como la que aquí voy a contar. Incluso diría, sin arriesgarme demasiado, que lo que me sucedió un día de septiembre que se intuía bastante insulso y anodino, no pasa nunca. Y menos a mí. Y menos en jueves. Y por la mañana. Por si fuera poco, en septiembre. No es por crear expectativas infundadas, pero es que juro que raramente me pasan cosas tan imprevistas. Sobre todo en días así, a esas horas tan rutinarias, como ya he mencionado.Estaba desocupado después de haber vivido unos años bastante intensos con labores poco satisfactorias que, sin embargo, me habían devuelto al tic tac del mundo de los vivos y, más que nada, me habían procurado unos bien ganados ahorrillos y librado de unas molestas deudas. Pero, como nunca estamos contentos con lo que tenemos, en ese momento me sentía algo incómodo con mi nueva situación de desempleado. Y aburrido, un poco aburrido. Mis días se sucedían en blanco como por arte de magia desde la mañana a la noche. Después de un mes de inactividad, confundía los amaneceres con los atardeceres mirando por la ventana que separaba mi provisional apartamento y un inerte y ajardinado circo de edificios de la calle Acoyte, en Caballito, un barrio de Buenos Aires habitado por fieras durmientes.
Semanas enjaulado en casa sin comunicarme con nadie, cumpliendo con tareas domésticas indispensables, pidiendo comida por teléfono a pesar de tener el tiempo a mis pies y consumiendo raciones de televisión que nunca hubiera deglutido en otras circunstancias, sospeché que iba perdiendo la capacidad del habla. Antes de que mis otros cuatro sentidos quedaran también mermados, salí a la calle con el edificante propósito de, al menos, disfrutar de los ruidos de la ciudad y los ladridos de los perros.
«El 16 de septiembre de 1976, en la llamada Noche de los lápices, siete estudiantes secundarios de entre 14 y 18 años fueron secuestrados y desaparecidos por la dictadura militar. Los jóvenes habían encabezado el reclamo por el boleto de transporte estudiantil en la ciudad de La Plata.
Ayer, una manifestación de 3.000 personas se concentró a las 19 en Pueyrredón y Córdoba. Ahí vive el ex comisario Miguel Etchecolatz, quien tuvo participación en la represión durante la dictadura desde la dirección general de Investigaciones de la policía bonaerense. ‘¡Etchecolatz, como a los nazis, estés donde estés, te vamos a encontrar! ¡Asesino! ¡Asesino!’, le gritaron los estudiantes».
Estaba ojeando un Clarín abandonado en el áspero parque Centenario cuando me di cuenta de que alguien respiraba a mi lado. Di un ligero brinco de sobresalto y, al girarme, vi a una niña de unos diez años que, con los ojos muy abiertos, me auscultaba el pecho donde ahora reposaba mi diario.
– Perdona si te he asustado, me ha llamado la atención una cosa de tu diario – dijo su vocecita respingona sin quitarme la vista de encima. Era un timbre agudo, a la vez que susurrante, como de canción de cuna.
– No, no, lee si quieres. ¿Quieres que te lo preste? – intervine yo sin calibrar mi respuesta, todavía ajeno a la idea de que hablaba con una niña tan joven.
– Sí, gracias. Estoy muy interesada en un anuncio de publicidad, el de los viajes -me confesó mi interlocutora, la primera persona con la que hablaba en mucho tiempo, como ya he mencionado.
– Por supuesto, claro, claro – me trastabillé, cediéndole el periódico.
– Parece una oferta muy interesante… – dijo la cría en un tono catedrático.
– ¿De qué se trata?, si no es indiscreción – le interrumpí con escasa educación, propia de alguien que tiene enmohecido el hábito de tratar con las personas.
– Es una oferta de vuelos intercontinentales a muy buen precio – soltó.
En ese momento perdí todo el control sobre la situación y permití a la niña leer con tranquilidad. Se sentó a mi lado – «con permiso», dijo – y yo aproveché la pausa para secar las lentes de mis gafas de vista. Había niños brincando como monos en los columpios instalados en las isletas de tierra seca. Unas chicas peruanas y bolivianas escuchaban música de sus discman en los bancos de enfrente y otras leían novelas encuadernadas con papel de regalo. Ella parecía estar sola. Lo deduje porque arrastraba una mochila de lona abultada y raída.
– Ya está, gracias – dijo tendiéndome el periódico -. ¿Te importaría que anotara unos datos?
Volvió a agradecer mi asentimiento y sacó de su petate, no sin dificultad, un pequeño bloc de notas y unos lápices de colores. Yo no dejé de inspeccionarla intrigado por su extraña aparición y con toda la curiosidad del lama tibetano que ha quebrado momentáneamente su retiro voluntario. La conclusión a la que llegué fue que no se trataba de una niña volviendo a casa del colegio. En primer lugar, no iba vestida como una colegiala. La suciedad de sus vaqueros y sus zapatillas de deporte parecían estar ahí desde hacía días, quizás semanas. No era posible que se hubiera puesto así de sucia en un solo recreo. En segundo lugar, la mochila era de montaña y en una de sus anillas colgaban un cazo metálico y un juego de camping de tenedor y cuchillo. O sea, que era obvio que no iba a la escuela. No conocía ninguna a la que los niños llevaran su propia vajilla.
Ella terminó de apuntar lo que quería en rojo y azul. Escribía primero unas letras en azul y luego, con el lápiz rojo que tenía preparado en la otra mano, dibujaba una cifra. En cada paso humedecía la punta de los lápices con la lengua y alisaba con la mano las arrugas de la hoja. Su letra se asemejaba a una ilustración de flores silvestres.
– Ya está, puedes seguir leyendo – me dijo ofreciéndome una leve sonrisa propia de una niña con buenos modales.
– ¿Te puedo preguntar algo? – me atreví a decirle.
– ¿Qué? – respondió poniéndose cómoda en el banco de madera, como quien se dispone a un juego.
– ¿Tú no vas al colegio, verdad? – sugerí, con un ojo mal guiñado.
– ¿Quién lo pregunta? – me ametralló, dejándome un poco confundido.
– … ¿quieres saber mi nombre? – mascullé. Ahora el niño era yo.
– Si vamos a tener una conversación me gustaría saber con quién tengo el gusto de hablar – dijo, sin rodeos.
– Luis, me llamo Luis – confesé boquiabierto.
– Acertaste, Luis, no voy al colegio – añadió con ademanes de maestra de escuela.
– Entonces, ¿qué haces? – le interrogué, impertinentemente.
– Quiero viajar al extranjero – afirmó, y entornó unas pestañas como palmas de palmera.
– ¿Es por eso que querías ver mi periódico? ¿Y no sería más lógico que fueras al colegio, como todo el mundo a tu edad? – elevé la voz habiendo perdido los estribos.
– Me pareces un poco prejuicioso tú, ¿no? – zanjó ella con más razón que un santo.
La contundencia de su lenguaje me taponó la boca por unos instantes pero, como no era cuestión de dejar escapar una charla que se adivinaba jugosa, seguí preguntando.
– ¿Adónde quieres viajar? Si puede saberse – en ese instante el profesorcillo era yo.
– A varios sitios, aquí y allá – dijo algo esquiva.
– ¿Y tu madre te deja viajar así como así? – escupí, como el tutor que te pone falta.
– Ella hace tiempo que está en la cama. Pero tengo padre, está lejos. Es marino mercante, no lo veo desde los tres años – sus hojas de palmera revolotearon por el parque al pronunciar esas palabras.
– Ah… ¿Y tus abuelos? – continué con el árbol genealógico.
– Mi abuela falleció cuando yo era un bebé. Y mi abuelo también está acostado en casa – confesó con naturalidad.
– Pero alguna vez se levantará… – presioné agarrando los estribos.
– No, nunca. Mi madre y el abuelo – me narró – están en la cama desde antes de que yo naciera, llevan años acostados. No se levantan desde que se inventó el mando de la tele. A mi abuelo lo estoy convenciendo para que se levante ya. Estoy segura de que lo hará un día de estos. Ha cumplido como 102 años; y el ejercicio físico le da pereza. No obstante, la semana pasada me preguntó si el suelo estaba muy frío.
La historia, de tan extraña, me pareció creíble. Así que decidí no hacerle más preguntas indiscretas. Sin embargo, no quería dejar de hablar con ella. Me salvaron sus buenos modales.
– Y bien, Luis, ¿a qué te dedicas tú? – inquirió estirando su cuellecito.
– ¿Yo? Pues… – de nuevo estaba algo aturdido.
– ¿No trabajas? Se supone que a tu edad deberías estar trabajando… – sonrió.
– Tú también pareces un poco prejuiciosa, ¿no? – le guiñé yo, y fue el mejor guiño de mi largo rifirrafe con los guiños.
– Ya, ya. Era una broma, a ver si picabas – suspiró, a la vez que se rió por primera vez. Yo también provoqué una mueca simpática y, mientras tanto, mentalmente, preparé rápidamente un discurso sobre mis últimos meses de vida. No hizo falta enunciarlo.
– ¡Espera! Déjame adivinarlo… – gritó nerviosa, colocándose el índice en la boca.
– A ver si lo adivinas – dije cruzando los brazos.
– Eres… camarero. Pero se os han acabado los langostinos y habéis cerrado el bar para salir a dar un paseo – recitó como el que da la respuesta correcta en el Trivial Pursuit.
– Más o menos. No vendo langostinos. Vendo, o vendía, ordenadores. Pero, ahora que lo dices, creo que erré mi profesión. Debería vender langostinos y comerme uno de cada dos.
– ¿Con salsa rosa?
– Con salsa rosa… y con salsa tártara… y con salsa vienesa. Con todas las salsas.
Ella sonrió generosamente mientras me miraba con los ojos más grandes, incluso, que cuando llegó a mi banco del parque. No dijo nada durante un momento, así que yo me puse a hablar, inspirado por ese juego de fantasías que me había sacado del fastidioso tedio.
– ¿Sabes? – le confesé – A mí también me gustaría viajar. Mi vocación sería escribir libros de misterio en Brasil tumbado en una hamaca en la playa mientras un camarero me trajera cócteles de langostinos. Así todo el día.
– ¿Qué es vocación? – dijo sacando a la niña que llevaba dentro.
– Pues… – dudé -. Vocación es…
– Ya lo sé, vocación es como vacaciones… – cantó, ganándose un quesito del Trivial -. Pero escribiendo libros.
– Eso es. Acertaste – acordé yo.
Ella instaló una gran luz un instante en su cara, a la vez que, seguramente, dejaba vagar su imaginación.
– Creo que se me ha olvidado preguntarte algo, he sido algo descortés – comenté bajándola del Olimpo.
– ¿Qué? – dijo.
– ¿Cómo te llamas?
– Ah, me llamo Loli. Aunque estoy pensando cambiarme el nombre.
– Me parece muy bien – le contesté; y lo afirmé con toda sinceridad.
– He pensado varios, pero ninguno me gusta del todo.
– Un nombre es un nombre – filosofé muy serio.
– Sí – asintió mimetizándose con mi seriedad.
– ¿Sabes? Los indios americanos se lo cambiaban. Cuando nacían, sus padres les ponían el nombre que mejor les iba. Un día, si se lo merecían, les rebautizaban con otro nombre. Como Bailando Con Lobos, el de la película. Los indios lo vieron en la pradera bailando con unos lobos y empezaron a llamarlo así.
– No veo la tele.
– O como Toro Sentado, o Ala Rota.
– O Mascando Chicle.
– Eso es. Pues resulta que si algún indio hacía algo que era importante o que les gustaba a los demás, le inventaban otro nombre y enseguida empezaban a llamarlo así. Por ejemplo, si yo no quisiera llamarme más Luis podrías venir tú y decirme: a partir de ahora te vas a llamar Sentado En El Parque Leyendo El Periódico.
– No me gusta. Mejor te llamaría… El Que Come Langostinos.
– Perfecto, ése me encanta. A partir de ahora me puedes llamar El Que Come Langostinos.
– Bueno.
– Y yo a ti te podría llamar… La Niña Que Viaja.
– La Niña Viajera… ¡que también come langostinos!