Mundo Dedé

Borradores de la mitad de mí

Loli II

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2. Yo y mis circunstancias. Loli, La Niña Viajera, desapareció y yo volví a mi pin pan pun. Sólo que, en vez de ponerme a vender marisco, reanudé mi oficio de vendedor de ordenadores. Esta vez por libre, que tiene la ventaja de que el traje es opcional. También empecé a salir con Lucía, una chica bastante adecuada a mi situación en ese momento. Cosa que hice gracias a Loli. Tal vez la niña misteriosa del parque me hizo entender que no debía sumirme en el aburrimiento, que debía intentar divertirme un poco. Con Lucía me iba bien aunque, como es lógico, mi vida no estaba llena del todo. Más bien estaba todavía medio vacía.

A veces, cuando volvía a casa, me acordaba de Loli y me servía sobre una bandeja unos langostinos recién pelados, con salsa rosa y un vaso de vino blanco fresquito; me iba al ordenador y escribía lo primero que me venía a la cabeza. Pero, claro, enseguida me cansaba. Primero, porque no tengo la disciplina de un verdadero escritor; y segundo, porque el trabajo de vendedor cansa mucho. Siempre llegaba a la conclusión de que era preferible leer cosas que ya estaban escritas, historias fascinantes en las que delegaba mi poco ejercitada imaginación. Así que me dormía siempre de madrugada enganchado con alguna novela de una colección de clásicos de la literatura que me había regalado Lucía por mi 33 cumpleaños. A Lucía la tenía engañada, ella creía que salía con un futuro premio Planeta. En fin, uno a veces habla más de la cuenta cuando quiere enamorar a su compañera de almohada.
Un día, después de hacer una entrega, llegué a casa y me encontré con un sobre marrón en el buzón. No tenía remite ni destinatario, lo habían traído en mano. Dentro no había ninguna carta, sólo una bolsa de plástico de las que se cierran herméticamente. Con hierba dentro. Abrí la bolsa y olí la hierba. Olía a hierba. No exactamente a marihuana, aunque la he probado sólo un par de veces. Pero la he olido muchas veces más gracias a los vecinos de los conciertos de rock a los que voy de cuando en cuando. Bajé a la calle y compré papel de fumar. No sé liar canutos, ya he mencionado que sólo he pegado unas cuantas caladas en mi vida. Pero me puse a liar uno. La trompetilla que me salió se dejaba fumar, así que me abrí una lata de cerveza, me senté junto a la ventana abierta, lejos de las bestias en hibernación de las colmenas de enfrente, y encendí el cacharro.
Lo que ocurrió a continuación es difícil de describir. Sólo puedo decir que aquel porro casi me rompe la cabeza. Di dos caladas y me convertí en un ser gigantesco. Me bebí la lata de un trago. Mis brazos eran enormes, abarcaban toda la habitación. Pude ver mi cerebro desde dentro, era un edificio lleno de compartimentos en los que en cada uno transcurría una cosa distinta. Imágenes rápidas y borrosas. Las celdas se abrían y se cerraban, yo aparecía dentro de una de ellas y avanzaba de una a otra, sin encontrar la salida. Di otra calada y mis brazos se desinflaron. Cuando dejé de buscar la luz del túnel, entré en un ascensor conectado con mi espina dorsal y subí sin parar, hacia arriba, más allá de la azotea, entre las nubes, hacia dios. En fin, para qué contar. Un infierno. Fui dando tumbos por la casa, puse la cabeza debajo de la ducha fría y me acosté. En la cama tuve que acurrucarme porque sentía hielo en los labios, los pies y las manos, imaginaba mil cosas, hablaba a gritos sin articular palabra. Los compartimentos de mi cabeza crecían, el edificio se hacía cada vez más alto, los pisos se multiplicaban. Sentí vértigo. Conseguí poco a poco relajarme, me vino a la memoria algo que una vez me dijo mi madre sobre un punto negro recorriendo lentamente mi cuerpo. Hasta que, después de mucho rato en que estuve convencido de que jamás podría dormirme, quedé inconsciente. Todo eso lo reconstruí al día siguiente, como una pesadilla de enormes proporciones.
Cuando desperté, todavía tenía una tela de araña metálica sobre mi pecho. Las partes de las que está compuesto mi cráneo parecían haberse abierto, casi podía notar el aire filtrándose por las rendijas. Pensé que un café suavizaría la sensación.
A media mañana, intenté olvidar trabajando el recuerdo de la noche anterior. Un cliente me había llamado para organizarle la memoria del ordenador. Así que eliminé los programas sobrantes y recurrí al ScanDisk, que es como jugar al Tetris sabiendo que no vas a perder. Mientras observaba la pantalla en la que multitud de cuadraditos de información se iban recolocando para aprovechar al máximo la materia gris del cerebro de silicio, me entró un escalofrío, me recorrió un sabor amargo por todo el cuerpo y tuve que pedirle un vaso de agua a mi cliente. Aún así, pregunté dónde estaba el baño, fui y vomité.
El médico me diagnosticó una crisis de ansiedad y me recomendó reposo. Después de dormir catorce horas, en las que dejé que se llenara la cinta del contestador con mensajes de Lucía, entré en el ascensor para salir a la calle y comprarme algo de comer. Durante el viaje vertical me entraron unas ganas irresistibles de ver a Loli. Quería preguntarle si era verdad toda aquella historia que me contó sobre su madre y su abuelo. Tampoco me creía mucho que su padre fuera marino mercante. Eran incertidumbres que no me atreví a plantear en su momento para evitar interferencias en nuestra incipiente amistad. Ahora me asaltaban. Es el tipo de molestia que se crea cuando cierras un libro sin que la historia haya cerrado su círculo: hasta que no retomas el relato queda una sensación de inquietud por ese futuro de ficción. Como si no supieras que los personajes en realidad son de mentiras y nunca van a morir ni a tener hijos ni a arruinarse.
Al quedarme absorto pensando en Loli, bajé sin darme cuenta hasta el aparcamiento subterráneo del edificio. Salí por el garaje aprovechando que alguien entró con su coche. Era Lucía, que tenía uno de esos trozos de plástico negro que accionan la persiana automática. Me miró con incredulidad.
– ¿Huías de mí? -me dijo rezongona mientras bajaba la ventanilla.
– No, me he perdido. Estos edificios tan complicados no están hechos a mi medida.
En la calle todo era azul y Lucía y yo decidimos entrar a un reluciente local con un luminoso de ese color que habían abierto hacía poco frente a mi casa. Después de explicarle lo de mi baja psicológica con su mano agarrada a la mía, Lucía me besó como para calmarme, aunque yo no estaba intranquilo. Más bien todo lo contrario. Ella entonces me relató con detalle sus últimas horas, todas las que habían pasado desde que no nos veíamos. Tal vez creyó que necesitaba distracción, todo el mundo cree que uno se entretiene con la vida de los demás por el simple hecho de que sea diferente a la tuya. Yo escuché pero hablé lo justo. Me terminé un plato de maní de una tacada.
– ¿Conoces a alguien que le vaya bien a Laura? -me preguntó; lo que parecía un esfuerzo por atraer mi atención-. La pobre está desesperada buscando un novio.
– Pues, la verdad, no.
– Venga, hombre, piensa un poco –gimió en un tono infantil-. Es una buena chica. Y nosotros también necesitamos a gente con la que salir.
– Yo estoy bien así –dije con brusquedad, a causa de mi estómago vacío.
– Pues yo no tanto, ¿sabes? Últimamente estás más raro… Ay, Luis, ¿qué te pasa?
Definitivamente, la conversación no estaba yendo por donde yo hubiera querido. Pensándolo bien, yo sólo había salido de casa para alimentarme. Las relaciones de pareja, si se afrontan, es mejor discutirlas con una pizza en el cuerpo. Y mejor si es una de esas que todavía la saboreas dentro de ti horas después de haberla engullido, como las pitones cuando digieren un ratón entero durante días y semanas.
– Luis, ¿podemos hablar? – dijo con un timbre suave, el más ligero que Lucía tenía.
– ¿Podemos comer primero?
El local azul no servía comidas, solamente maní. Así que Lucía y yo caminamos un poco hasta que encontramos un restaurante abierto. Nos vendieron una de mozzarella para llevar y buscamos un sitio donde dar cuenta de ella. Era una noche de primavera sin humedad, hacía bueno y fuimos a parar al parque pedregoso donde Loli y yo nos encontramos.
Hablamos poco mientras comíamos, lo cual fue un alivio y un buen reconstituyente. Era tarde, Lucía trabajaba al día siguiente, pero la mozzarella caliente le humedecía los labios sin que ella hiciera nada para evitarlo. Nos pasamos porciones, en silencio, y nos limpiamos, el uno en los vaqueros del otro, las manos aceitosas. Soltábamos risitas tímidas. Los vaqueros tienen esa ventaja, luego echas un poco más de detergente y quedan desgastados pero limpios. Terminamos bajándonos los Levi’s, el parque estaba oscuro y solitario. Apartamos la caja de la pizza y follamos como si fuera parte de un ritual nutricio. El hambre de sexo puede ser mayor que cualquier otro tipo de hambre. Lucía gritaba para adentro sentada encima de mí, mirándome. Su cara era de miedo, o de placer. Estuvimos largo rato jodiendo, fue un buen polvo, sólo que ahora recuerdo más el sabor de la pizza.
Lucía se dejaba explotar los sábados. De manera que esa noche, como ya habíamos follado, durmió en su casa para levantarse temprano a la mañana siguiente. Yo tenía varios días libres por delante y fue entrar en casa y encender la cafetera, el televisor y la compu. Caldeado por el café, me acordé de la hierba. Todavía me duraba la mala experiencia del último porro pero empecé a liar otro, como dándome una segunda oportunidad. Por un lado, mis movimientos eran mecánicos, nada racionales. Y por otro, me acudían fogonazos ligados a mi experiencia con lo tóxico. El alcohol, las drogas, me sentaban siempre mal al principio. Y luego me caían peor, me convertía en un tubo de ensayo humano, engullendo casi todo lo que aterrizaba en mis manos. Mi primera borrachera de alcohol fue a los 16 años, bebí todo el whisky que se puede beber en un trayecto de veinte minutos en coche. El resto de la noche todavía está en blanco y al día siguiente hubiera querido cortarme la cabeza a la altura de la frente para evitar la presión en las sienes. Con las drogas el destino fue algo parecido. Pasé directamente de mis dos caladas de marihuana y otras tantas de hachís a una adicción a la cocaína que duró años. Pero de eso prefiero no hablar. Es un tema que ya no me resulta interesante.
“Horacio Ángel Ungaro, Daniel Alberto Rasero, Francisco López Muntaner, María Claudia Falcone, Víctor Triviño, Claudio de Acha y María Clara Ciocchini eran jóvenes de entre 14 y 18 años. Su delito: tomar parte de la lucha pro boleto estudiantil que dieron los estudiantes platenses. Los siete chicos forman parte de los casi 6.300 estudiantes desaparecidos en manos de las fuerzas represivas, las mismas fuerzas que con la ¿democracia? asesinan a Walter Bulacio, Miguel Bru, Víctor Choque, Teresa Rodríguez, los pibes de Wilde… La careta democrática del estado burgués se resquebraja y deja ver. Para los secuestradores, torturadores y asesinos: las leyes de Obediencia debida, Punto final e Indultos. Para nosotros: la represión permanente (física y psicológica), la persecución a los jóvenes activistas y, como broche de oro, la ley Antiterrorista con la que se legaliza y se amplía la persecución a los luchadores. Estamos frente al mismo Estado, la misma clase burguesa, las mismas fuerzas armadas y policiales que secuestraron y asesinaron a los pibes de la Noche de los lápices y a los 30.000 desaparecidos. La utopía de un castigo justo dentro de este sistema capitalista, donde uno de sus pilares principales son las instituciones represivas como forma de contención de la clase trabajadora y sus jóvenes, no es mas que eso, una utopía”.
Dejé de navegar, le di al botón de mute del televisor y, empapelando mi mente con la luz azul de la calle, preparé mi porro. Lo saboreé viendo las imágenes en silencio de un vídeo en versión original, creo que Europa, de Lars von Trier, que flotaban entre el humo. Y esta vez no sucedió nada, a pesar de la atmósfera claustrofóbica y obsesiva de la película. Tal vez algunos pececillos de colores correteando por mi sistema nervioso y la necesidad de recostar mi cráneo contra el respaldo del sofá durante unos minutos. Nada más.
Dejé puesto el canal de noticias y me sentí atraído de nuevo por la pantalla del ordenador. Pulsé dos veces en el icono del procesador de textos y busqué un relato a medio escribir que hacía tiempo había estancado mis aspiraciones literarias. Cambié una coma, el corrector ortográfico no tuvo nada que corregir. Cuando iba a volver sobre el texto, me acordé de que hacía días que no había consultado mi correo electrónico. Había un mensaje:
Date: Sat, 02 Nov 2001 01:37:53 From: loli valdepeñas cybercafe@cintra.com.ar X-Mailer: Mozilla 3.01 [es] (Win95; I) MIME-Version: 1.0 To: Luis Subject: toc toc
Hola El Que Come Langostinos,
¿Has encontrado buenos billetes para Brasil?
Hasta pronto.
Atentamente,
Firmado: Loli
P.D: Todavía no me he acostumbrado a La Niña Viajera. De todas formas, tú eres el único que me llama así. De momento voy a seguir poniendo mi antiguo nombre. Mi abuelo se ha levantado de la cama. Me ha dicho que, al pisar el suelo, se ha dado cuenta de que la tierra está más fría que un témpano.
Era Loli. La tarjeta de visita digital había dado buenos resultados, una cd-card con mis datos y un vídeo empresarial en el que aparezco de punta en blanco exponiendo un producto de mi anterior compañía, la que me había trasladado de Madrid a Buenos Aires hacía unos meses. Le regalé la cd-card, el último y caro recuerdo de mi etapa como ejecutivo de ventas, ese día en el parque antes de despedirse muy educadamente y bailar, un pie sí y otro no, hasta perderse entre los coches con su hatillo a la espalda. Lo curioso es que me acababa de mandar el e-mail desde un cibercafé de calle Corrientes que, además, conocía por haberles vendido algún componente. Rebusqué en mi cartera de piel y encontré el número del bar de Internet.
– No se lo puedo explicar ahora, pero ¿puede decirme si hay una niña de unos diez años conectada en uno de sus ordenadores? – farfullé por teléfono
– ¿Oiga? Hay mucho ruido… – respondió un memo al otro lado. Repetí la pregunta vocalizando mejor.
– Por favor, busco a una niña de unos diez años que está justo delante de uno de sus ordenadores. Mire a ver, si no le importa. No creo que haya muchas, a estas horas.
– ¿Una niña?, ¿es su hija? – el memo era gilipollas.
– Sí, mi hija, es mi hija. Vaya a ver, por favor – supliqué.
Se oyó el auricular golpeando contra algo sólido y, consecuentemente, también contra mi oído. Así que lo separé de mi delicado tímpano izquierdo y sólo lo acerqué para escuchar al bobo decir que mi hija había pagado su media hora de conexión y se había ido. Al menos tuvo la delicadeza de agregar que lo sentía. “Ya debe de estar llegando a su casa”, me aseguró. “No estaría mal”, le respondí yo.
Mi única opción era entonces enviarle un correo electrónico a su dirección, a la espera de que lo consultase y me respondiese. Mi carta decía lo siguiente:
“Querida Loli:
Creo que te comenté el día de nuestro encuentro en el parque que pienso que la cuestión de elegir un nuevo nombre no es, como se dice vulgarmente, moco de pavo. En mi opinión, es un asunto muy delicado que requiere mucha reflexión y, sobre todo, mucha intuición. A menudo, los nombres nos son impuestos, nos los colocan como un sambenito (o como una bendición, según la suerte que tengas). Siempre he envidiado a las personas con nombres insólitos y poco comunes. Me imaginaba que detrás de esos nombres había unos padres viajeros, aventureros, un padre diplomático y una madre actriz, por ejemplo. No es lo mismo llamarse Pepe López que llamarse, pongo por caso, Jorge Rupprecht. Posiblemente, en el segundo caso se trata de un nombre heredado después de siglos de rancio abolengo. Una persona con ese nombre y apellido debe vivir sin ninguna duda en una casa tabicada por largas hileras de libros, cuadros maravillosos y esculturas ecuestres. A Jorge Rupprecht le pega perfectamente un barón o un sir delante (sir Jorge Rupprecht). Cosa que a Pepe López le casa menos. Estoy convencido de que un aristócrata que se llamara López Fernández querría cambiarse el nombre para llamarse, pongo por caso, barón López-Bornemisza. Suena mucho mejor, adónde va a parar. Pero a lo que iba: ¿Estás pensando un nombre que creas que te va mejor que La Niña Viajera?
Por favor, ponte en contacto conmigo, vía e-mail, teléfono o en persona. Espero tu respuesta.
Atentamente,
Luis (El Que Come Langostinos)”

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