Si no se hubiera esfumado de esta manera ahora estaríamos él y yo comprobando la recaudación del domingo. Es el día que más público tenía, niños y mayores dispuestos a estallar en carcajadas al primer tropezón. Rolf saltaba a la pista, es decir, al empedrado de la plaza Real, con sus zapatos de clown y sus pantalones rojos con lunares blancos tres tallas más grandes, que permitían que el traspié pareciera auténtico.
El resto de su atuendo artístico era ropa de calle, una chaqueta de pana y una camisa de cuadros, todo ello elegido por él, con una selección de colores criminal y alevosa. Debajo le gustaba llevar una camiseta de Salvar a las ballenas de sus tiempos más hippies, aquella época en la que hacía sentadas de protesta en la plaza Sant Jaume o escenificaba su show de marionetas a cambio de la voluntad bajo una gárgola de la Rambla de las Flores. El Pinocho de madera respondía a los impulsos de los hilos invisibles atados a sus dedos y caminaba al ritmo de los zapatos de Rolf. Sacaba sus buenos duros con ese espectáculo. Bueno, sacábamos.
Ahora no sé dónde ha ido. He revisado su agenda electrónica, una proeza para mí, ya que me ha llevado una hora saber cómo se encendía y manejaba. Por fin he encontrado su calendario de actividades, pero no había nada previsto para las próximas fechas. Estaban los últimos bolos que tuvimos, cumpleaños de niños de Vallvidrera, unas actuaciones que conseguí a través de la guardería de Olga, mi hermana. También encontré entre sus cosas, en un maletón grande de piel, que él acarreaba a todas partes ignorando los progresos logrados en las dos últimas décadas por el sector de las valijas, dos billetes de una función de teatro ya pasada y otras dos de un estreno del Teatro Negro de Praga para dentro de dos semanas. No sé si pretendía irse de viaje o si realmente se fue, olvidando las entradas. Que Rolf desaparezca para marcharse a Checoslovaquia es lo más raro del mundo.
Lo que más me extrañó fue el hallazgo de las entradas ya pasadas, eran para asistir al Liceo a la representación de una ópera: ‘Norma’, de Bellini. La sacerdotisa llega al bosque de la Galia seguida de druidas y bardos que ansían escuchar sus profecías sobre el futuro de la lucha contra los romanos. Entre grandes exclamaciones Norma augura que el imperio «perecerá por sus propios vicios». Esto lo sé porque me lo ha contado Gerardo, portero del Liceo desde hace más de treinta años, no porque yo haya pisado en mi vida la ópera, ni antes ni después del incendio.
¿Con quién iría? Y, sobre todo, ¿por qué? ¿Qué le encontrará a la ópera? ¿De dónde sacó el dinero? Pero, ¿con quién iría? Rolf nunca ha sido de engañarme, estoy algo decepcionada. Conmigo siempre lo ha tenido todo, en nuestro pisito del Raval no faltó de nada. Y si faltaba, ahí estaba yo para limpiar alguna que otra escalera. Él tenía su botella diaria de vino y yo le ayudaba con la recaudación los viernes y sábados por la noche, y las tardes de los domingos. Alguna vez suspendíamos la actuación por falta de público. Ya teníamos suficiente con la función infantil del domingo, que a veces era doble. Entonces nos íbamos a casa y poníamos una película en el DVD que le compré en Navidad. A mí me gustan las musicales y románticas. Todavía tengo que devolver ‘Blade Runner’, la última que alquiló Rolf. La cogía del videoclub cada dos por tres, y el ritual siempre era el mismo: el protagonista en su escena final, nunca mejor dicho porque se le acababa la vida, y Rolf recitando con él.
“Yo he visto cosas que vosotros no creeríais. Atacar naves en llamas más allá de Orión. He visto rayos C brillar en la oscuridad cerca de la puerta de Tanhauser. Todos esos momentos se perderán en el tiempo como lágrimas en la lluvia…. Es hora de morir”. Es lo que decía Rutger Hauer, el actor alemán, lo he leído en la carátula hace un rato, cuando he ido a devolver la película. Ya que salía he aprovechado para surtirme de cigarrillos, cinco paquetes de mentolados, y he comprado un tentempié: cuatro barritas dietéticas. Me he dejado el presupuesto de la semana en el videoclub, ya que aparte de mi vicio y mi merienda, el recargo de la película ha sido de tres euros. En la gabardina de Rolf que me he puesto para refugiarme de la lluvia, había un par de guantes negros de piel que no eran suyos. El forro llevaba cosido un nombre y una dirección. Victoria S. Aribau, 44, 4º 1ª. He decidido ir a ver quién vivía allí.
En el metro me he puesto a pensar en lo sucedido. Lo que menos me sigue cuadrando es el tema de la ópera. ¿Y ahora qué haré yo? ¿Cómo me ganaré la vida? No existen pensiones para las viudas de los artistas callejeros. Eso en el caso de que Rolf haya muerto. Llego a la dirección del guante. Toco el timbre y contesta alguien que me dice que la señora Victoria está de vacaciones en Italia. Regreso a casa. Allí rebusco, violentamente, entre las cosas de Rolf. Hasta que encuentro en un bolsillo de su maleta un paquete de postales procedentes de diversas ciudades italianas: Florencia, Nápoles, Roma, Venecia… Todas llevan mensajes cariñosos firmados por Victoria S. En dos de ellas le pregunta a su “querido Rolf”: ¿Cuándo vas a venir? Lanzo las postales contra la pared y salgo a la calle. Me meto en el laberinto de calles hasta aterrizar en un tranquilo paseo, donde me siento a pensar. Enciendo un cigarro. En el árbol de enfrente, en el interior de un hueco, veo un libro. Me levanto y lo ojeo, es un ejemplar de ‘Moby Dick’, de Hermann Melville, seguramente escrito en alemán, porque no entiendo nada. Igualmente, me llevo el libro. Me quedo con la sensación de que me han observado al apoderarme de él. Quizás desde una ventana o un balcón. De nuevo en casa, lo abro otra vez y rastreo, como un buscador de metales en una playa, los nombres propios. Ahab destaca. Sacando fuerzas de flaqueza, busco y rebusco algo comprensible en el interior del volumen, sin éxito. A pesar de nuestro problema de comunicación, acuesto el libro a mi lado en la cama.