Entonces me di cuenta de que se me había mojado el reloj, el agua bien caliente y jabonosa, el agua como una sopa de burbujas porque la Vieja tiene el frío del tiempo metido entre los huesos, y yo con la esponja en la mano, y la mano en el agua, y el reloj en la muñeca, y la esfera toda empañada y sudando humedad. Ya está, pensé, me lo cargué. Me desprendí del reloj y quedó sobre una toalla azul como el baño color azul mar. Marcaba las seis y seis minutos antes de que se empapara su maquinaria.
La Vieja se llamaba Gertrudis. Me miró de espaldas, sentada en su bañera. Ráscame un poco más abajo, dijo cubierta de gotas de agua. Lo hice usando la esponja como protección entre la piel traslúcida de la Vieja y mi mano.
Tocaba baño una vez a la semana, siempre los sábados, y llegué a conocerla bien: ni una arruga en su rostro, ni una dureza en sus manos, ni una cicatriz en su piel de hada anciana. Esa vez descubrí a través de la niebla del baño una cornamenta que asomaba en un espejo de cuerpo entero tiznado de vapor. No eran grandes cuernos nudosos de macho cabrío, las dos protuberancias parecían dos delgados huesos curvos propios de una hembra.
Me acerqué a la luna y limpié el vaho con la palma de la mano para observar mejor. Allí sólo se reflejaba el pelo lacio y rubio de Gertrudis, cuya imagen enseguida se quejó del frío. Volví para seguir escurriéndole agua caliente con la esponja. Ella se sujetaba las rodillas y me sonreía como si ese placer del chorro fino sobre su espalda también le produjera algo de dolor.
Me giré varias veces hacia el espejo pero ya no volví a ver la cornamenta.
Mi semana eran seis días al cuidado de la Vieja y un día, el domingo, para concentrar en unas horas el resto de mi vida. Salía a las nueve de la mañana y debía estar de regreso a las nueve de la noche. Si conseguía que me dieran permiso, a veces podía escaparme el sábado al oscurecer. Hacía cuatro meses de mi llegada a Alicante. Era la primera vez que salía de Asunción y me acababa de quedar ilegal en España.
En uno de esos primeros domingos conocí a Dominique en un locutorio. Poco después del suceso con la Vieja, se lo conté. No sé si me entendió bien porque Dominique es africano, de algún país, Senegal o Costa de Marfil, no sé. Mi lengua materna tampoco es el castellano, sino el guaraní, pero lo hablo perfectamente.
El sábado siguiente, a las seis y seis minutos, rociaba el cabello de Gertrudis con una tisana de sales de baño. Eché un ojo de preocupación al espejo húmedo y opacado y no apareció nada en respuesta, excepto mi propia cara con los ojos y labios entreabiertos, expectantes. Regresé a la cabeza de la Vieja y remojándola para terminar con el aseo noté en su cabeza dos bultos que al liberar de cabello surgieron como brotes en un árbol. Pregunté a la Vieja si se había golpeado y su respuesta fue que la sacara ya de ahí, que se estaba helando.
Por la mañana, le conté el nuevo episodio a Dominique, que me escuchaba como si se esforzara por adivinar mis palabras o mis intenciones. No sé por qué me dio por confiarme a ese chico, tal vez por su forma de mirar, y de mirarme. No hablaba mucho Dominique, decía lo imprescindible con una voz grave y a continuación se alisaba el camal del pantalón de vestir, haciendo brillar por el camino una esclava de plata que colgaba de su muñeca izquierda.
De nuevo el sábado, a las seis y seis minutos, escruté las manchas del vidrio empañado a la altura de mis manos, que en ese momento masajeaban el cuero cabelludo de la Vieja para su lavado de pelo semanal. Nada, allí sólo estaba yo acuclillada en la alfombrilla azul del baño, mi media melena negra amarrada en una coleta, mis vaqueros mojados hasta las rodillas. Sequé el haz de trigo que eran las greñas de Gertrudis y la ayudé a ponerse en pie, a enfundarse el albornoz y las zapatillas de toalla azul. La Vieja se plantó ante la luna del baño, diáfana pese a la atmósfera en ebullición del interior del cuarto de aseo, y se dedicó a peinarse durante un rato. Yo recogí y le hice la cena, una tortilla a la francesa y un yogur de fresa.
El domingo me encontré con Dominique a la salida del locutorio y estuvimos hablando un momento en la calle. Le dije que no habían vuelto a aparecer cosas raras en el espejo y él me contestó algo sobre que a veces vemos lo que no queremos ver. Le cogí la mano y le pregunté si él quería o no quería verme. Me respondió con una sonrisa. Iba a arrancarme con un beso cuando me di cuenta de que la palma de su mano estaba cubierta de vello.
junio 27, 2008 en 9:34 am
QUE INTRIGA !!!!!!! cuenta mas!!!!!! tasha
agosto 18, 2008 en 6:28 am
Me he encontrado hoy con tu cuento.¡Chulo, tío! yo también quiero más.
septiembre 5, 2008 en 10:35 pm
Más!!!!Por cierto donde está la mitad de mi? Lo llegaste a publicar aquí, queremos la segunda parte o la siguiente,cuando usted pueda, senõr escritor.
Sonia
septiembre 5, 2008 en 11:58 pm
Nena, estoy esperando a ver qué dicen un par de concursos a quienes se lo mandé. Si no me lo premian, lo mandaré a un par de editoriales que me gustan. Aunque sólo sea para sondear el terreno.