Mundo Dedé

Borradores de la mitad de mí

Epílogo

11 comentarios


Hace mil años y los lienzos del tiempo se superponen en la película de mi memoria. Son como gasas curativas, de las que se colocan en las heridas y las refrescan e higienizan. Son sábanas blancas colgadas frente a esa proyección de cine que es mi vida durante aquellos días. Lienzos, gasas, sábanas que permiten dulcificar el dolor, avivar los tonos e iluminar los recuerdos. Tal como los veo, los años que pasé con Juliana en aquel quinto sin ascensor junto al abandonado cine Paz se presentan ahora como un cuadro a medio restaurar, un óleo que empieza a recuperar su verdadera vitalidad, aquella que quedó distorsionada en el pasado bajo una capa indefinible y no deseada.

Un calor tropical se evaporaba en medio de la soleada salita de estar, dividida por el pequeño televisor frente al sofá azul y amueblada por el escritorio de cristal de mi abuela, sobre el que reposaba un jarrón con plumas de pavo real que se erguían desde un lecho de algodones de colores chillones. El modesto balcón se inclinaba hacia una calle atravesada por incesantes bocinazos y un griterío de Babel, a los que acompañaban las habituales ambulancias y el cascabeleo de las carrozas en los días de fiestas patronales. En su enjambre respectivo dormitaban con las persianas entornadas familias chinas y parejas de la tercera edad. Y como filtro de todo eso, yacía un río de aguas vivas que tenía su fuente en mi dormitorio y el de Juliana y se precipitaba torrencialmente por toda la casa hacia el exterior, quizás hasta el mar.

En el cauce de ese río, a la altura de la cocina, aparecía un recuerdo a sancocho y empanadas de viento, a ají y cilantro, a jugo de guayabas recién exprimido y meneado con abundante azúcar y cubitos de hielo. Juliana se limpiaba sudorosa las manos en el delantal y sonreía hacia el pasillo inundado de aquel hogar, donde me encontraba yo observando con un cigarrillo en la mano y un cosquilleo por dentro.

Llegamos a aquel piso después de haber dado carpetazo en Madrid a una etapa laboral yo y por necesidad de independizarse, ella. Al final del pasillo excesivamente iluminado, estaba nuestra habitación. Al poco de llegar con idéntica ilusión que los recién casados, encontramos divertidos y con intriga los restos del joven matrimonio roto que nos vendió su apartamento a toda prisa: la tarjeta erótica regalo de algún invitado a la despedida de soltero, los billetes de avión a las islas Canarias, los negativos de las fotos del viaje de bodas: ella posando al borde de una piscina, los dos abrazándose ante la cámara en la terraza de un hotel de tres estrellas, biquinis y bermudas en negro y blanco. Pero por ninguna parte hallamos la razón de aquella ruptura tan temprana. En cambio sí estaban el camisón rasgado por la pasión de la primera noche, la cama con un travesaño roto producto de un efímero salto del tigre y un envoltorio de Durex caducado. Los marcos de las puertas relucían, los enchufes de las paredes parecían acabados de atornillar, los ojos de buey todavía se dirigían a un punto: el lecho conyugal.

Se nos pasó por la imaginación, entre bromas, que la razón de que la pareja se hubiera disuelto antes de convivir fuera efecto de una maldición, un mal fario, un tic paranormal habitando en aquel apartamento que ahora ocupábamos nosotros. Seguramente el motivo de que aquella pareja no llegara a vivir en el piso de Capitán Baltasar Tristany tras una noche de amor loco fue mucho más normal, casi vulgar, teniendo en cuenta la escena vivida en el despacho del notario el día de la compraventa. Ella, alta, rubia, nariz aguileña, llegó alegre y acompañada por un hombre de unos treinta y cinco años. Él, sentado en un sillón desde hacía media hora, la cabeza gacha, el cutis cetrino, el gesto nervioso, al borde del ataque de ansiedad, fumaba un cigarrillo tras otro. El salto de cama lo rasgó el amante y no el marido, tal vez sea esa la explicación vulgar a ese misterio de estar por casa.

Cuando cada uno recogió su cheque y salió corriendo, ella sonriendo y bromeando con su acompañante, él cabizbajo y tremendamente contrariado, Juliana y yo corrimos también escaleras abajo hasta el asfalto. Tras perder de vista entre el tráfico a los amantes y al supuesto marido engañado, que se dirigieron rápidamente a proseguir con sus nuevas y separadas vidas, nosotros nos adentramos en una pequeña plantación de achiotes adornados con olorosas flores bermellón. Allí, rodeados de las pequeñas plantas, mi novia se acuclilló, abrió sin dificultad uno de los frutos y sacó sus semillas negras, las prensó con las palmas de sus manos y obtuvo una pasta anaranjada que le sirvió para tiznarme la cara. Yo no protesté, le agarré las manos y manché también las mías. Al momento su rostro había quedado coloreado de naranja.

Unos años después ella ya no podía vivir allí. Me lo dijo siempre, cada vez que aparecía por casa y hablábamos, llorábamos y hacíamos el amor. No nos daba tiempo a comer juntos, ella no podía quedarse. Le tomaba las manos húmedas por las lágrimas y veía pasar a nuestros pies un arroyo que goteaba balcón abajo, quizás hasta el mar. Hasta llegar a ese final pausado, cocinamos muchas veces ceviche de concha y locro de yuca, hicimos patacones y bebimos agua de panela. También discutimos, nos gritamos, amenazamos con marcharnos. En una ocasión estrellé la palma de mi mano contra la pared mientras nos escupíamos cara a cara. Al día siguiente, cuando ella se había ido a lamentarse de nuestra desgracia a otra parte, yo pensaba en la maldición del piso, en el travesaño de la cama roto y en las truchas que remontaban el curso del río en el recodo del salón. Todavía resonaban nuestros gritos en el patio de luz, muchas veces pensé que los vecinos sin duda pensarían que en nuestra casa la violencia era cotidiana.

En el mismo rellano vivía una joven que compartía piso con un argentino de su misma edad. Su balcón y el nuestro se comunicaban pero ellos tenían siempre la persiana bajada y sólo se veía salir una franja de claridad de la casa. Una vez colgaron fuera una jaula con un canario. El argentino tocó mi puerta a las pocas semanas preguntándome exaltado si teníamos un gato. Le respondí que no pero exigió entrar y mirar en el balcón. En su lado colgaba la jaula con algunas plumas entre los alambres, vacía. Eso le causó mucha desazón, una rabia que excedía a la desaparición del pobre canario. A ella la vi sentada a oscuras en su cocina, sola, una madrugada que miré a través de la galería. Cuando me la cruzaba por la escalera el saludo era protocolario y escurridizo. Siempre con gesto amargo, como de no poder soportar un cruce de palabras.

Al cabo de un año, Juliana empezó a venir menos a verme y yo a pensar en mi nueva vida. Puse el piso a la venta y llené cajas poco a poco. Muchas veces le pedí que viniera a llevarse sus últimas cosas, pero ya no parecía necesitarlas. Intenté que no quedara rastro de nuestro paso por el piso, fue agotador recoger hasta el último clip de los cajones. No me apetecía que quien viniera después imaginara una versión distorsionada de nuestra historia.

Al poco de vender el apartamento de Capitán Baltasar Tristany me encontré con un vecino que me contó que había ocurrido algo dos semanas después de irme. La joven que vivía en mi mismo rellano había saltado al vacío. Debió caer encima de los coches. Murió en el acto. No sé si utilizó el balcón o una ventana o si estaba sola o acompañada en ese momento. Cuando se lo conté a Juliana se espantó un poco, incrédula. Cada vez que paso por esa esquina y miro hacia mi antiguo quinto sin ascensor y al de la joven con el cartel de se vende, no veo caer agua.

Ya se ve todo de otra manera. Las figuras del cuadro comienzan a imponer su autoridad sobre el fondo, igual que las palabras diáfanas en un texto. La capa vieja se ha limpiado poco a poco, la imagen se recupera pincelada a pincelada. Parece que fue hace mil años pero no hace tanto de todo aquello.

11 pensamientos en “Epílogo

  1. Joder, Andrés ,se me ha puesto un nudo en la garganta!
    No sabía de la existencia de esta pagina y la visitaré en adelante.Animo!.Escribe más

  2. Eres un cabron , me tienes con un nudo en la garganta cada vez que te leo por no decirte el » jarton » de llorar que me pegué en tu relato: La mitad de mi, todavia no lo acabo porque me afecta y voy despacito, eres el más grande !!!!!!!!!!!!! TE QUIERO HERMANO!!!

  3. Gracias, Tasha, ya me contarás más de lo que piensas de ‘La mitad de mí’. Besos, guapa.
    Sí, Ali, lo seguiré intentando, a ver qué sale.

  4. Ufffffffff, vaya tela.

    Quiero comprar esta y todas tus novelas.

    Un besazo.

  5. El otro día pasé por ahí y ya no está el cartel de se vende en el piso de mi antigua vecina suicida.

  6. Yo también espero poder leer tus historias mediante un libro hecho y derecho, aunque hasta entonces, nos conformaremos con seguirte vía blog. Me encantan de por sí los relatos cortos. Me parece increible que en tan pocos caracteres, quepan tantos sentimientos, descripciones varias, situaciones…, que te lleven a imaginar una historia intensa a la par que corta. Me parece todo un arte, por ello te felicito.
    Además hay que ser valiente y atrevido y a la vez generoso de querer contar uno su propio vida. Mezclarlo todo en la batidora en forma de relatos, que aunque podamos ponerles la cara de los verdaderos protas, nos parezca que son historias universales, fácilmente reconocibles a nuestro alrededor o en nosotros mismos. Que si no, es lo que nos engancha y tanto nos gusta de la lectura, si no vivir por momentos las vidas de otros.

  7. Ahora que ya hago clic en «seguir leyendo» y que me he apoderado del ordenador me he dado la satisfacción de leer toda esta historia que siempre que leo algo de ti me llevas a creerme la roda como real . Me envuelves de tal manera que me «engobas» chico. Me gustas mucho tu lo sabes.
    ¿ Como se hace para que te lean muchos muchos en tu blog?
    Un beso, tu tía Helia

  8. Gracias Nati, eso pretendo, que mi material de trabajo sea la vida, cuanto más real mejor. No me interesan las historias del siglo aquel en la que me ponga en la piel de un fraile que pinta a la joven de la perla y descubre el Santo Grial, que al final resulta ser la última descendiente de Nefertiti.
    Y si consigo engatusar a personas como mi inteligente tía Helia con relatos cosidos con pespunte a la vida, a la mía (¿para qué voy a recurrir a otra?), ya será un éxito.
    Por cierto, tía, no tengo ni idea de cómo se hace para atraer gente al blog. Quizás si te gusta y lo recomiendas a otros…

  9. Me voy encontrando cosas que no he leido y me parece todo un regalo por mi madrugón. Que bien… lo malo es que ya me tengo que preparar para irme al ambulatorio, pero prometo seguir viendo el resto a ver si encuentro algo que no había visto antes.
    Te quiero siempre,
    tía Helia

  10. Ese texto es de una fuerza incontrolable. La mezcla de realidad y ficción, perfecta. Escribe más. Somos muchos los que necesitamos tu literatura. En serio.
    Busca tiempo en ese país nuevo.
    Y disfruta.

  11. Grac ias, Pa Pito, se hará todo lo posible.

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