Después de un tiempo alejado de esta página por motivos de salud, mía y la de mi padre, hoy regreso para compartir este extracto de mi novela de próxima publicación. Saldrá a finales de febrero o principios de marzo y se presentará en Elche el 10 de abril en el salón masónico de La Calahorra, en Elche. He elegido este texto porque está inspirado en mi padre (en la foto, remando como siempre) y en nuestra casa de campo de Altabix y la de la playa en San Juan de los Cayos (Venezuela). Lo leí el otro día en el homenaje póstumo que le dedicamos en el Gran Teatro. Un abrazo infinito, papá.
* * *
En el recuerdo hay una casa en la orilla del mar. En el exterior, un sauce llorón, una acacia, un mangle, sí, un mangle con una hamaca caribeña colgada entre dos de sus ramas. En una de ellas, un avispero habitualmente apacible. En el umbral y siempre abierta, una gran puerta de madera que deja pasar, entre sus mallorquinas azul marino, haces de luz. Ya en el interior, sin vestíbulo, un amplio espacio amueblado con dos caballetes que sostienen cuadros a medio pintar y, junto a la imponente escalera, un conjunto de salita mora consistente en un puf dorado, sólidas sillas de pino y, encima de un trípode, una bandeja redonda, labrada, idónea para tomar el té pero, en la práctica, solamente un símbolo de la hospitalidad del hogar. En el comedor contiguo, preside una gran mesa de mimbre y cerámica alegrada por grandes flores de papel.
La casa se guarda de los calores gracias a la sombra benévola del mangle, que permite el préstamo entre el exterior y el interior y ejerce de filtro de claroscuros, paletas de atardeceres y gamas de ocres, según el momento del día.
“Un millón de pequeñas gotas de agua salada cubrían su piel. Largos cabellos con sabor a mar. El Mediterráneo todavía recorría pecho y vientre”, escribe una tarde de marzo, o quizás era de octubre, un joven Adrián en una libreta de tapas negras. Son días para el ánimo soñador, acompasados por el abanicar de las hojas y el crujido hipnótico de las chicharras. En el silencio de la siesta, la familia duerme antes del bullicio nocturno.
Y Adrián anota recuerdos.
En el árbol cuelga una hamaca y dentro de ella dormita un hombre. Su cabeza está salpicada por pequeñas flores silvestres, también la barba. Una niña, su hija, se le aproxima muy despacio, paso a paso, casi con las puntas de los pies; mantiene el equilibrio balanceando las palmas de las manos. Pero él la sorprende con un alarido juguetón y ella echa a correr alrededor de la hamaca, haciendo como que escapa a sus cosquillas.
—Hoy ha venido Nejune —le dice ella cuando se detiene, sin aliento—. Ha salido de la tierra y hemos jugado con caracoles secos. Luego se ha ido. Pero volverá mañana. ¿Cuándo me vas a pintar?
Mi hermana debe tener un amigo invisible, dice Adrián para sus adentros mientras su padre la sigue hacia el interior de la casa y ruge: “¡Os voy a pintar a los dos!”. Se refiere a Nejune y a la niña, quien celebra con un baile de palmadas, algo absurdo, la noticia.
Adrián toma el relevo y se dedica a soñar en la hamaca colgada del mangle con avispero apacible como los respetuosos perros del vecindario, como los pescadores que caminan a paso rápido la orilla, se paran unos segundos al encuentro de otro para comentar algo indescifrable y continúan, como la bachata o merengue que molesta dulcemente a sus espaldas, como el ronroneo de las olas color azul tierra, unas crestas enanas de mar rizado que vienen de muy lejos, de los cayos y lomas verdes, de paisajes arrastrados por negros con tensión en los dedos de una mano, la izquierda, y el bíceps de un brazo, el derecho, mientras se tumban sobre un tobillo y afilan su barbilla con el horizonte seccionado por el hilo invisible del sedal. Lo curioso es que el hilo termina rompiéndose durante la prueba de resistencia de los aparejos y el paisaje halado por la fuerza del pescador, tras cimbrearse unos segundos, vuelve siempre a su lugar natural.
Finalizado este mínimo espectáculo del sector primario, Adrián se entretiene un rato más entregado a la batalla metálica y bermellón del cielo contra la tierra.
El joven escribe sumergido en su hamaca cuando sucede: frente a él, junto a una rama que en su extremo roza el suelo de arena mojada, hay un hombre mirándole. “¿Llego tarde?”, le pregunta con un leve acento francés, o tal vez pied noir. Tiene la piel oscura, curtida, el pelo azul, brillante. Lleva puesto un uniforme algo gastado por el tiempo y una bufanda blanca enrollada al cuello, así como una gorra de plato bajo el brazo. “No, todavía falta un buen rato para cenar”, le responde Adrián desde el fondo de la hamaca sin saber muy bien qué hace este hombre aquí.
Disimulando el asombro, se incorpora y le invita a pasar. Dentro está su madre rodeada de cacharros y aromas. Y, en ese momento, intentando introducir un taco de cartón debajo de una pata del frigorífico. Despeinada y acalorada, los mira con ojos de loca (dios sabe cuánto tiempo llevaba intentando introducir el taco de cartón bajo el frigorífico), se seca las manos en el delantal, sonríe como puede y se abalanza a darle la mano al piloto. Él, muy ceremoniosamente, se inclina y deposita un beso de aliento en el dorso de la mano de la madre, una mujer a la que le pirran ese tipo de detalles.
Esa noche cenan cuscús y los padres y el invitado brindan con grandes copas de vino tinto. Durante la cena, la que más habla es la madre, entre otras cosas cuenta con todo detalle el trayecto de la avioneta que les trajo del exilio argelino, una odisea engrandecida por el recuerdo.
* * *
enero 29, 2013 en 9:49 am
QUE JOVEN EL PAPA!!!!!!!
enero 29, 2013 en 10:02 am
YA QUEREMOS EL LIBRO COMPLETO ANDRÉS!!!!
febrero 10, 2013 en 2:11 pm
Sí, yo también lo quiero, Tasha!