
Miembros fundadores del taller literario «Pinzón 9» en otoño de 2008 (Villanova University, EE. UU.)
Sitio de piedra gris
Primera sesión
Un lunes de noviembre por la tarde, se reúne el taller de escritura creativa del departamento de Lenguas Romances de una universidad del Este.
“Enmarcadas por geometrías vegetales, las carnosas alfombras cubren los escalones de Graystone Place. Enmudecen todavía más al ya de por sí silencioso edificio. Cuelgan en cada rellano como lenguas de perro. Papilas de sangre y nieve embarrada chapotean su escalada al apartamento”.
Horacio Izquierdo Laso remata su lectura en voz alta exhalando el folio sobre la mesa. Guiña un ojo y con el otro, una entreabierta piel de almendra, inspecciona a sus compañeros de taller. Ellos leen por segunda vez su copia del escrito, con aprensión —casi asco, se podría decir— e intriga a la vez. Un silencio crepita en el cerrado ambiente. Fuera, a través de la pecera, parece haberse adormilado el tiempo y las grises ramas de los olmos boquean hambrientas.
—Mucha adjetivación —dice Cosme Damián, parapetado en un portátil, desde una esquina de la sala de reuniones del departamento. El joven poeta hace recuento: carnosas alfombras, silencioso edificio…
—Sí, cierto —dice Horacio, disimulando el tambaleo. Le agradece la apreciación, Cosme contesta algo que Horacio no entiende y el joven poeta repite que de nada. El otro, que ah. Se ríen.
—¿Alguna cosa más? —dice Alberto de la Gándara subido a sus bigotes de roedor arbóreo. Los semblantes de los miembros del taller indican que a nadie se le ocurre qué añadir al respecto, pero aun así se produce un largo paréntesis. Carlos Ponce de León y Vito Fortunato se entretienen espulgando de nuevo el texto, atrapando morfemas, desplazando sintagmas verbales. En eso Romualdo Siles que entra envuelto en un anorak que multiplica su tamaño, ya de por sí esférico. No está claro si recuerda a un lobo marino o a su cazador. La gente le saluda con miradas circulares, con toda normalidad a pesar de la barba aterida y la media hora de retraso. Siles se sienta.
—Entiendo que es alguien que llega a un apartamento de un edificio —dice la única integrante femenina del grupo, mirando por encima de sus gafas de pasta ósea—. ¿Quién vive ahí? Es un día con nieve, ¿qué ocurre después?
—¿Después? Después viene el siguiente párrafo —grazna Horacio.
O quizás sea cuando te quedas en blanco, huevón, se guarda para sí Corina.
De la Gándara ha estado callado, vigilando a los demás como si estuviera a punto de lanzarse sobre pájaros dormidos. Al comprobar que nadie más habla, el profesor estructura rápidamente su análisis: su buen amigo Horacio parecía haber comenzado un cuento a la manera decimonónica, descriptivo y detallista. Le gustaba la idea de que les pudiera abrir la puerta un mayordomo de la época victoriana, se escenificara un cuadro de la alta burguesía que tomaba el té o…
—Se produzca un crimen —prosigue Horacio.
—Que habría que resolver entre los presentes —se entusiasma Carlos bajo su apelmazada crin negra.
Empiezan a cantar los móviles de todos. El primero en darse cuenta es Alberto, que extrae el mensaje recibido con la dificultad del que abre una ostra. A continuación, consultan sus misivas los demás. En un inglés que nunca más mejorará a pesar de los cerca de veinte años de residencia en Norteamérica, De la Gándara declama: “Alerta de seguridad: se ha producido un asalto en las inmediaciones de Devon Hall. Tengan precaución, no caminen solos por el campus. Se ha visto deambular por el lugar del ataque a un hombre fornido con un anorak gris y aspecto de hispano”.
Esto va por ti, Romualdo, chilla nervioso Alberto arrojándole el teléfono móvil al otro lado de la mesa. Todos miran a Siles con admiración, como si fuera el último de su especie, aunque una décima de segundo después ensombrecen el gesto. El lobo marino dice pausadamente, casi con tristeza: “Mi anorak es azul”.
Corina, tiritando: Yo no voy a por mi auto, está en el aparcamiento de Devon Hall; quizás deberíamos permanecer juntos.
Alberto, orgulloso: Tengo vino en mi oficina.
—Y yo 36 redacciones de mis alumnos que corregir —cruje Vito, al que le brillan más las canas de repente.
—Que esperen —revolotea Cosme.
—¿No será esto un Columbine, no? —alarma Horacio cual comadreja descabezando gallinas.
—Calla, calla —le callan todos.
Pía de nuevo el teléfono de Alberto, que escucha lo que le dicen durante un largo minuto. Únicamente interrumpe para puntuar afirmativamente el informe de su interlocutor con pequeños ladridos de mamífero. Cuando cuelga, vomita: el anciano decano del Colegio de Artes y Ciencias, el padre Steve Gardner, ha sido golpeado posiblemente por el hombre del anorak y se encuentra ingresado en el hospital en observación; la policía patrulla el campus.
Corina adopta un rictus de quiero estar a salvo, pero se hace tarde y quiero también llegar a casa, beberé vino y me tragaré la ansiedad. Vito comienza a servir vasos de plástico rellenos con Casillero del Diablo, un Cabernet Sauvignon en la media del mercado por calidad y precio, dice. Cosme filetea un bloque de queso Cheddar, a falta de un puto manchego. El grupo pica de una bolsa de nachos y tritura las mediocres viandas. La combinación de gustos y aromas edulcorados —gracias al sirope de maíz en cada maldito alimento, se percata Vito al leer las etiquetas— relaja velozmente el ambiente. El fermento de la uva hace el resto, completando los huecos que dejan los aditivos artificiales. La momentánea satisfacción se nota, sobre todo, decide Horacio, en los ojos de pez de Carlos.
De la Gándara se recuesta en su silla —libreta en una mano y vaso en la otra— y explica a los presentes que el padre Gardner, que ahora está en el hospital con una vía en el brazo izquierdo y su hermana Caroline dormitando en un sillón a su lado, es un buen cabestro.
—Hay quien no piensa lo mismo —dice Horacio.
—Más bien, que es un cabrón —matiza Vito en su preciso castellano.
—Tal vez haya sido un simple atraco —sugiere Corina.
Esa noche, además de Horacio, leyeron sus escritos Vito (por partida doble) y Romualdo, registra Alberto. Todo transcurrió con normalidad, como siempre que se habían reunido en los últimos dos años para nutrirse de palabras ajustadas en este mundo tan cacofónico. El poema de Romualdo era la nostalgia por la juventud que no volverá ya, años marcados por la dictadura, simbolizada en un Ford Falcon de 1966, por las agrupaciones socialistas juveniles, la calle pisoteada y el pisco barato. El primer texto de Vito se parecía a un jardín zen que se bifurca, un diseño de piedras pulidas, islas verdes y caminos de grava peinados por centésima vez, un meta espacio temporal que comprende todas las alternativas, algo así como una belleza encadenada a otra belleza. El segundo, determina Alberto, recreaba un cuadro del Greco, sus estratos de iconografía y ascensos en espiritualidad, adverbios y pronombres que miraban hacia el cielo, estrofas en gradación, verbos estilizados y signos de admiración marcando un énfasis místico. En resumen, se diría que uno tendía hacia fuera, el otro caminaba en círculo y el último, despegaba.
Acabados el vino y la lectura, se vuelven a oír los teléfonos. Es de nuevo la policía avisando de que el área está despejada. El mensaje no da más datos, así que De la Gándara llama a su informante. El padre Steve Gardner se encontraba fuera de peligro, aunque contusionado y con diversas heridas leves, sedado en estos momentos. Caroline dice que el decano no pudo ver a su atacante, el animal no abrió la boca al empujarle por la espalda y patearlo una y otra vez en el suelo, sin tener en cuenta que se trataba, por el amor de Dios, de un hombre de setenta y siete años. Se recuperará en Tolentine Hall, junto con los sacerdotes jubilados, donde estará mejor acompañado y atendido que en la residencia de profesores. De todas formas, Stevie, su querido hermano, no querría volver al lugar del ataque ni por lo más sagrado.
Cuando el grupo sale del centro San Agustín de Artes Liberales, rodeado por construcciones de granito y un pináculo de imitación gótica a lo lejos, se detiene al lado de un conjunto escultórico de figuras humanas que simulan conspirar de forma similar a como lo están haciendo ellos en este momento, cada ardilla con su nuez.
(Continuará.)