En aquella época todavía tenían la fea costumbre de vallar los parques. Antes los jardines se cerraban por miedo a los ladrones o a los animales; no existía el concepto de parque público, eran espacios privados, propiedad de ricos o nobles. Sería por miedo a que una sola cabra pudiera desflorar todo un rosal mimado pacientemente por el jardinero. La valla de espadas forjadas de la Glorieta, un cuadrilátero amedrentador con el tenderete para la banda de música situado en el centro, cerraba sus cuatro puertas por las noches para proteger el paraíso, antes en invierno que en verano (cuando llega el calor siempre se amplía el horario para disfrutar de la fruta prohibida del árbol del conocimiento del bien y del mal). Por la mañana llegaba “El Guardieta” arrastrando entre geranios sus alpargatas negras de esparto (con el meñique de cada pie fuera) y abría a los ilicitanos los paseos de tierra con forma axial delimitados por quioscos en los cuatro vértices: Rico y Burló vendieron allí quintales de prensa, cromos, pipas, almendras garrapiñadas, chicles. Los niños más pequeños jugaban a las canicas o a la comba o a la rayuela en el centro; los padres los vigilaban caminando en círculos; los jóvenes giraban, los chicos en una dirección, las chicas en la otra, y se hacían los encontradizos y formaron infinidad de parejas durante décadas. Los niños más revoltosos, que iban solos, triscaban por los parterres y “El Guardieta” los ahuyentaba con un látigo hecho de palma. Sigue leyendo
Archivo de la categoría: ESCRITOR
Diario Dedé
El primer diario que escribí todavía andará por ahí en alguna caja de cartón después de haber pasado décadas en cajones de cómodas o en baúles llenos de trabajos del colegio y apuntes del instituto y la universidad que sobrevivieron a mudanzas y hogueras. Hace poco encontré el diario que escribí en Nepal, tenía tapas duras y páginas blancas como la mayoría de libretas utilizadas para escrituras más o menos literarias. Luego los soportes fueron digitales, primero en armatostes de teclas casi tan duras como la máquina de escribir de mi abuelo, luego en mi primer portátil y desde un antiguo caserón de Pensilvania. Ahora estoy deslizando la yema de mi pulgar y se dibujan líneas calabaza sobre un teclado virtual que manda palabras a una mini pantalla de mi teléfono. A quien se lo dijera ahora me colgaría de los talones y me haría negar tamaño sacrilegio escritural mientras me golpeara con una regla en los tobillos.
Mi vocación de escritor se despertó con los diarios y esos cuadernos de tapas duras y hojas color hueso. Ahí depositaba esporádicos pensamientos sacados de vivencias juveniles, esperanzas y deseos confesables. Nunca imaginé que esos artefactos de aromas románticos hoy se transformarían en un trozo de plástico táctil hecho en China. Lo que sea con tal de no dejar de lado mi antigua vocación.
2 años
Querido papá, ya hace dos años que te fuiste como un resoplido de Buda bueno y satisfecho.
Como recuerda Nazario al principio de esta grabación, te esfumaste mientras escuchábamos a Maria José leer “El Principito” en francés, todos rodeándote en la habitación de la clínica Vistahermosa.
Tú estabas en coma desde la noche antes en que te dieron más morfina para aliviar el dolor, o para regalarte una muerte amarga como el beso de la amapola.
Ana, que se portó como una jabata todas aquellas últimas semanas sin saber nadie que eran las últimas, suspiraba los dedos y entrelazaba ayes y náguaras.
Recuerdo el llanto desgarrado de Cristina, de repente, que me dejó sin palabras y a Juan Carlos abrazándose a sí mismo.
Yo, más sancochado que cuando ella misma me confesó dos días antes que te quedaban dos días, según los infames galenos.
Nunca me han acuchillado el estómago, pero aquella noticia fue como un tajo de bisturí que provocó un chorro santo de gamma globulina.
El tío Patri, tan ciervo herido también por sus propios tumores, estaba sentado en una butaca del fondo y se deshidrataba llorando, era un mar de pena, mi pobre tío Patri a sus 80 años.
Había gente más entera, milagrosamente, como si todo fuera a continuar igual: el cigarro de la entrada, la tostada con mantequilla, comprar el periódico, ¡a mí qué me importará lo que pase más ya!
Yo te toqué en la mejilla como despidiéndome y grité algo, desquiciado: ¡Qué grande eres, papá!
No fui original, era lo que te decía tu padre, Nazario, cada vez que se le henchía el corazón al ver una representación tuya.
Luego cada vez estuviste más frío. Más vestido de traje. Más peinado y con aspecto de hombre cabal y juicioso.
Hasta que te acompañamos a la puerta de ese averno de pacotilla que devuelve astillas de ataúd y cenizas cuando le has introducido tanta carne alada.
La última noche te dije que te quería y discutimos un poco sobre quién quería más a quién. Fue la primera y la última vez que me diste la razón.
Y ya no he vuelto a hablar contigo, salvo cuando me llamaste por teléfono mientras dormía. Contesté: “¿Andrés?” “¿Papá?” Y se cayó la llamada desde el multiverso en el que te encuentras ahora.
Estos días he llorado con el programa de radio que Nazario te ha hecho, pero quiero que sepas que el llanto ha surgido del subconsciente porque yo cada día recibo mensajes y consejos tuyos, cada día te escucho y las canciones que nos unen, como la que abre este programa dedicado a ti (no perderse el principio y el final), canciones como la de tu gran amiga Teresita, que ahora te acompaña, traspasan los velos.
Programa XIII Possiqueteveré. Gaceta cultural de La Carátula.
Sol FM
Dirección: Nazario González.
Sonido: Juanjo Martínez.
Música: Teresita Fernández, Héctor González, entre otros.
Locutores: Marina Teresa González, Patricio Vidal Carpio.
Reporteros: Patricio Vidal González, Mayte Sierra.
Esencial
Para mi hermana Sonia, después de haber visto su solo telúrico
Yendo a lo esencial, encontramos los rastros del polvo de estrellas que todavía componen la epidermis del mamífero homo sapiens, el ADN del cabello de Lucy, los fósiles de todos sus descendientes presentes en la Tierra a raíz de estallidos, erupciones y ríos de lava volcánica que tuvieron lugar a las tres de la tarde de un día de noviembre de hace 4.550 millones de años, minuto más, minuto menos.
Yo me acerco hasta una sala tenue tiempo después apoyado en un bastón heredado a través de mi abuelo y mi padre. Es el aniversario de ese día explosivo y germinal, todos los componentes químicos celebran con choques de copas de champagne, rozando sensualmente las órbitas de sus electrones, vibrando sus cadenas genómicas al unísono aunque sin saberlo y gritando viejos cánticos ancestrales de tormenta, magma y granizo asesinos, regeneradores, cultivadores de nuevas capas geológicas en estratos pacientes que acumulan siglos unos sobre otros.
Ese espectáculo natural primigenio se entabla en la sala, a los pies de una mujer salvaje que danza y tirita a los sones de los instrumentos musicales de la jungla, el monte, la llanura, el desierto y los valles apesadumbrados por la erosión de tantos milenios, un baile entrelazando generaciones con una aguja de hueso y un hilo de piel de cabra mientras llora el eco de una flauta y se ríe el consquilleo de un palo de lluvia.
Mi bastón me impulsa fuera del cubo donde ha tenido lugar la fiesta de aniversario de la Tierra, vuelvo sobre mis pasos reptando junto a reptiles, anfibios y peces, que me espera un pincho de tortilla en una de esas playas de moluscos triturados por las centurias, al lado de un grupo de sirenas y gigantes adormecidos por la digestión del tiempo.
Estoy viajando desde las más altas altitudes de la esfera
Estoy viajando desde las más altas altitudes de la esfera, de los astros reverberantes sobre nuestras cabezas calvas. Cojeo alegre por los surcos del polvo de estrellas que deja un Boeing a mi paso. Y aquí me veo al final del trayecto de la mano de un alma hecha de partículas de carbono, tal como yo. Me lleva y la llevo recompuestos ambos de nuestros pedazos, sin ser conscientes de que hemos bajado de los últimos escalones de la esfera famosa. Sin saber todavía los grados de latitud o los microsegundos que nos separan en este juego de largo alcance y corto recorrido.
Hay expertos (los más agoreros) que dicen que al mundo tal como lo conocemos le quedan 16 años, que no es nada o lo es todo. Después, o ya antes, se deshelarán los polos, desaparecerán Inglaterra e Irlanda bajo las aguas. Entonces, cuando se extinga el 80 por ciento de la humanidad, volverán a poblar la tierra unos seres gigantescos de más de 4 metros de altura, unos hijos de dioses caídos del cielo y los herederos de los hombres, que esta vez no tendrán más remedio que aprender a cultivar la tierra y a disparar con arcos y flechas, como hicieron nuestros antepasados.
En ese momento, mi alma de partículas de carbono y yo, todavía enamorados como la primera vez, nos sacudiremos el agua del pelo enmarañado y viajaremos por un mundo nuevo en el que los demás seres también hablarán un idioma poético en el que lo inefable se dirá con metáforas para así ahondar e ir más lejos de la propia naturaleza de las cosas. Ese grado de comprensión será comparable al que tiene una planta con la luz del sol, del que se nutre y se transforma. Y una vez limpiado el planeta de cañas secas y del barro de los pies, mi alma enmarañada y yo comeremos junto al río, construiremos una cálida cabaña y miraremos al esplendoroso cielo por toda distracción.
Un festival de ida y vuelta
Retrato de Antonio González Beltrán por Joan Castejón.
El Festival Internacional de la Oralidad se celebra en Elche, su sede germinal (desde la que se ha contagiado como un picor a parte del país y de Latinoamérica) desde hace 23 años. Este año ha vuelto gracias al empeño de Nazario González, su director técnico y también productor en los últimos tiempos, que no admitía la posibilidad de que se perdiera el trabajo de toda una vida de su hermano Antonio (mi padre) (fallecido el año pasado), el director de La Carátula, que cumple en 2014 50 años, lo que la convierte en una de las compañías de teatro más veteranas de España. En esta edición han regresado narradores y participantes muy queridos, tanto por los organizadores como por el público de Elche (o el de Sax, Hondón de las Nieves, la UMH y, a partir de este año, el Club Información) que ha tenido la suerte de conocerlos, una audiencia que se ha ido educando cita a cita en el ancestral arte de escuchar historias. Han acudido a los diferentes escenarios (teatros, claustros, paraninfos, plazas, salas, bares) cuenteros como Laura Dippolito (La Plata, Argentina) o el romancero Matías Tárraga (San Javier, Murcia). Solo en la maratón oral celebrada el martes 18 en el Gran Teatro hubo una decena larga de contadores de historias sobre el escenario, empezando por las palabras de la hija pequeña de Antonio, Marina Teresa, que tiene precisamente 23 años, quiere ser filóloga y se llama así en honor a la también recientemente desaparecida cantautora cubana y entrañable amiga Teresita Fernández. Porque la oralidad llegó a Elche, como aquellos cantes de ida y vuelta, procedente de Cuba y luego regresó al otro lado del océano de la mano de Antonio, uno de los grandes entendidos en este arte escénico, como demuestra entre otras cosas su edición de Cuentos y leyendas populares de Marruecos (Siruela, 2009), una recopilación que ilustraba, por ejemplo, el funcionamiento de la halka en la plaza Jama el-Fna de Marrakech, un dispositivo circular trazado en el suelo que luego utilizó para despedirse con las botas puestas de su público en Harraga, la obra sobre el dramáticamente candente tema de la inmigración ilegal del norte de África a España y que supuso su testamento dramatúrgico. La oralidad fue de regreso a Latinoamérica gracias a Antonio y prueba de ello son los festivales de narración de México DF o de Barquisimeto (Venezuela), su segundo hogar. En 2014 han estado presentes en Elche, como para dar testimonio de esto que digo, cuenteros de ambos países, respectivamente: Mercedes Hernández y Toña Pineda o Marisela Romero (que ya se quedó en Elche). También gentes de Chile (José Luis Mellado), Colombia (Carolina Rueda), Perú (Marissa Amado), Canarias (Pedro Pérez y Gerardo Suárez) o la propia península: Arturo Soi, Mariano Martínez, Maracaibo Teatro, Ana Griott, Itziar Rekalde, Sylvia González, Mago Dexter, Fran Pintadera, Emma López. La narración oral no son ni cuentacuentos ni monólogos cómicos, pero tiene algo de ambos. Se cuenta también para niños o para hacer reír, pero sobre todo es la forma oral de la narración de relatos literarios. Los cuenteros que vienen a Elche desde hace dos décadas son bibliotecas andantes con la gracia de, como decía Antonio, los culebreros, magos, domadores de animales, curanderos, sacamuelas, danzantes, músicos, equilibristas; con el nervio escénico de juglares, bululús, de las cuenteras de harén del palacio Dar el-Majzen, de los narradores de cafetín en los países árabes del oriente mediterráneo, de los cantahistorie italianos, los conteurs franceses, los storytellers británicos… y, naturalmente, añadía Antonio, “de las manifestaciones teatrales que los conquistadores encontraron al llegar a América, así las de los actuales cuenteros latinoamericanos”. Que ahora andan de nuevo por aquí, como un picor, para suerte nuestra.
Andrés González Sánchez. Periodista y escritor
Con ellos, pan y cebolla
Con 20 fértiles años, a Miguel Hernández le concedieron el primer y único premio literario de su vida. Tuvo ese buen ojo crítico y la oportunidad de reconocer la hondura poética del joven oriolano la Sociedad Artística Orfeón Ilicitano. El poema galardonado prestaba especial atención a Elche y su paisaje. El autor del verso “alto soy de mirar a las palmeras” salió corriendo hacia Elche cuando recibió la noticia de la consecución del premio creyendo que conllevaba un monto económico. Finalmente todo lo que recibiría sería una escribanía de plata.
Esa primera desilusión se volvió a repetir 91 años después, en noviembre de 2011, cuando el ayuntamiento de Elche (gobernado por el PP) revocó el convenio que el anterior consistorio mantenía con los herederos del poeta del pueblo para la salvaguarda de su legado. El miércoles pasado, la Diputación de Jaén firmó otro acuerdo con la familia por el que conservará por un importe de tres millones de euros los 5.600 documentos en un museo en Quesada, lugar de origen de la esposa de Miguel, Josefina Manresa.
En Jaén, Josefina se alimentó de pan y cebolla mientras amamantaba al pequeño Manuel Miguel. De ahí nacieron las célebres “Nanas de la cebolla”, que el orgulloso y preocupado padre escribió desde la cárcel. Ya solo por eso se merecía el legado la tierra de los “aceituneros altivos”.
Pero ninguna de las dos ciudades, ni la natal ni la de adopción de Josefina, merece más que la otra ser el destino del legado. Tal vez, si no tuviera tanta carga ideológica, lo merecería también la ciudad natal del poeta. Por otro lado, intuyo los motivos ocultos tras el rechazo de un consistorio del PP, imagino que tendrá que ver con que Miguel fuera militante del Partido Comunista, se alistara en el bando republicano y el regimen franquista lo condenara a muerte por rebelión aunque luego le conmutara benévolamente la pena a 30 años. ¡Qué paradoja, condenado por rebelión por un ejército rebelde levantado en armas contra una República legítimamente constituida!
¿Qué diferencias insoslayables sobreviven décadas cuando la figura de Miguel es universalmente reconocida? ¿Por qué, 74 años después del fin de la contienda, rechaza un ayuntamiento como el de Elche un legado que se disputarían las universidades de Harvard y Princeton? ¿Por qué a estas alturas damos por sentado que solo puede acogerlo una institución de izquierdas? ¿Alguien se cree eso de que las dos Españas es algo propio del pasado?
La alcaldesa de Elche, Mercedes Alonso, ha asegurado que la ciudad no tenía el dinero para que el legado del poeta continuara en la ciudad. La regidora popular ha manifestado que Miguel “seguro que diría que antes tiene que comer el pueblo”. Los 1,6 millones que se hubieran pagado a la familia de Hernández durante 20 años, es decir, 80.000 euros al año, es lo que cobra un asesor en este país de privilegios y clientelismo a expensas del ciudadano. Si no hubiera corruptelas políticas o una motivación ideológica en contra, se podría haber eliminado un contrato como ese y, gracias a ese ahorro, Elche se podría haber quedado con el prestigioso legado. Es cuestión de prioridades. El año que el dinero no se destine a dar de comer a familiares enchufados y se le dé realmente al pueblo, hablamos. Mientras tanto, con ellos, pan y cebolla.
Andrés González. Periodista y escritor.
Poema de no amor número doscientos millones
A Teresita Fernández
No puede haber soledad para ti mientras yo exista. Así cantaba esta juglar pobre, nómada y libre. Enlazaba un verso con otro con un seseo que me recordaba al de la Memé cuando cantaba en las sobremesas familiares. Sus mejillas sonrosadas por todo ese nomadeo, y también por ese ron, me hacen adivinar las facciones de mi padre, su gran amigo. He visto en el documental de aquí abajo a Teresita señorita, joven, elegante, una preciosidad. Ha sido muy fugaz, una instantánea, como suele serlo también la juventud, que pasa corriendo y te deja con la boca abierta. Justo hoy, al rato de encontrarme con mi no amor, que me visita periódicamente, mensualmente, por un día o dos, para recordarme esta soledad. Me había ilusionado con alguien inexistente y lejana, que también tiene derecho al amor, todo sea dicho. Una vez más me visita esta soledad tan inoportuna. Me han hecho también esta mañana una entrevista y creo que me han preguntado, entre otras cosas, qué es para mí el amor. Me parece que he hablado de espejos. Pero la pregunta me ha obligado a pensar qué es realmente para mí el amor. No lo sé. Quizás para mí sea esta canción de Teresita, la emoción que desprende alguien de 80 años subida a la noria de la vida hablando por los codos. En tres semanas en casa ya nos había contado las mismas anécdotas tantas veces… Y ahora me canta que no puede haber soledad para mí, mientras ella exista. Y ya no existes, Teresita. Tampoco la Memé ni mi padre. Solo me queda escribirte este mi poema de no amor número doscientos millones, que vibra entre las cuerdas de tu guitarra, de tus dientes mellados, de tu tabaco mascado, del hígado machacado. Mi amiga Teresita, vuelas alrededor de mi desengaño y alegras tantas imágenes gatunas, millares de canas en mi memoria, los días van pasando sin vosotros, aquellos trovadores y cómicos de la legua que me arropasteis la juventud. Y me enseñasteis que no puede haber soledad para mí. Aunque ella no exista.
Documental sobre Teresita Fernández:
«Bio», un cuento de Marina Perezagua
Iba a una buena escuela, porque por el camino aprendía mucho. Caminaba media hora. Todavía en mi barrio, algunas prostitutas maduras charlaban sentadas en sillas de madera. Me fijé en que a ciertas edades el vello púbico se cae, por eso ellas se lo pintaban. Si pudiera viajar en el tiempo volvería a sus casas para decirles que hoy está de moda la depilación integral. O mejor no, mejor volvería y les diría que la vacuna del sida se está retrasando. Cuídense mucho.
A los catorce años entré en el instituto. Era un instituto nocturno, para quienes trabajábamos por la mañana. El primer día conocí a mi gran amiga: M. La llamaría hermana, si creyera en el poder de la sangre. Me enamoré de un chico de un curso superior y durante cuatro años le escribí cuentos anónimos. Se llamaba Javi. Tenía una hiena. Era buena estudiante. Los profesores me querían y me ayudaban a decorarle la clase el día de su cumpleaños. Él no sabía quién lo hacía. Le fui fiel durante el tiempo que no supo quién era yo, y cuando lo averiguó ya estaba enamorada de mi primer novio. Yo tenía 18 años. A veces me pregunto si Javi guarda mis cartas. A veces, también, me gustaría pedirle que me las responda, que continúe ahora aquellas historias y me las envíe cualquier noche de invierno.
A los 18 años un juez me nombró tutora de todos los primos de mi parte paterna. Tíos, abuelos, padre… todos nuestros mayores estaban marcados por la locura. Yo continúo salvándome, pero una vez le vi la cara de frente. Fue cuando murió mi mejor amiga, M. Yo tenía 24 años. Adelgacé hasta los 42 kilos. Dejé de funcionar durante dos años. Mis otros tres amigos me salvaron. Ellos me sacaron de las consultas sacaperras de los psicólogos. Se me acabó la ludopatía de aquellas paredes empapeladas con diplomas firmados por el rey. Mis amigos me llevaron al campo, al mar. Ahora sé que uno sobrevive a muchas muertes, pero cuando oigo a un homeless gritar enajenado en la calle, siento que grita con mi misma voz.
Las mentes de mis primos también se han salvado. Todos están sanos. Excepto uno. Mi primo T. Nunca ha salido de su habitación. Tiene miedo. Sólo escribe. Es una máquina de escribir bien. Mi escritor preferido. El que nadie conoce. Yo le visito a veces y, cuando después de sortear los demonios del pasillo de mi tía, entro en su habitación, pienso que si existe una imaginación fuera de una persona, está ahí, en su cuarto, cámara de creatividades. Quisiera restregarme por su cama, por su escritorio, por su alfombra, como un caballo en un charco; pero el genio no se contagia. El genio es una garrapata que no agarra en cualquiera.
A veces pienso en mi padre, una mente perdida. Tiraba una caja abierta de cerillas al aire y las contaba antes de que cayeran al suelo. Dibujaba. Leía. Escribía. Inventaba palabras. Durante muchos años yo pensé que aquellas palabras existían, y de niña las utilizaba para comunicarme con mis amigos. Ninguno se preguntaba qué significaban, tan pegadas estaban al objeto. Eran la piel de lo designado. Hoy intento recordarlas y no puedo. Esa amnesia duele. Duele el lagarto sin la piel de su palabra. Mi padre también me enseñó a leer el terror, en los grandes libros y en sus ojos. A veces tengo pesadillas. Sueño que envejece y tengo que cuidarlo en mi casa. Temo que su espíritu no enflaquezca con la vejez. Entonces decido no tener hijos. Tengo sus mismas cejas, sus ojos, su boca. Acaso también otras cosas menos apacibles.
Después del instituto entré en la facultad de Historia del Arte. Había crecido fuerte. Mi madre también se había fortalecido. Hasta hoy trabaja en un mundo de hombres. Es capitana de un barco que se llama Freedom. La admiré como si todavía fuera una niña, y ella me acarició como antes no pudo. Viví en Italia. A los 23 vine a Nueva York. Por primera vez me separé de mi piano. Tuve una relación muy importante con un japonés. Le dejé cuando conocí su pueblo. Más tarde me marché a Francia y encontré mi país. Francia bien amada. Estuve tres años. Fue allí donde me uní a un club que, como un útero de veinte embriones, compartía el origen de nuestras vidas: el buceo libre, a pulmón. Cuando era niña saltaba al agua desde el espigón y los demás niños contaban el tiempo que permanecía sumergida. Había un amigo que competía conmigo, pero un día, al salir, dijo que le dolía la cabeza, y se desplomó. Lo metieron en una bolsa blanca mucho más grande que él, y a mí me prohibieron volver a bucear por un tiempo. Castigada en tierra, sentí la asfixia de la bolsa blanca donde metieron a mi amigo. Aprendí que uno debe competir solo con uno mismo.
Sigo buscando, cada vez que puedo, el abrazo de la profundidad en el mar. La presión me comprime los pulmones, y el cuerpo, olvidado de la respiración, se vuelve tan receptivo que siento el todo en cada parte; en la yema de los dedos, en el ombligo, en la garganta. Me gusta que el corazón distancie sus latidos, escuchar las pulsaciones descender como un eco que se despide, cada vez más débil. Es el sonido del corazón en reposo. Silencio. Mi corazón descansa. Los últimos ecos son casi inaudibles, pero yo sigo inmóvil, porque sé que antes de que el eco termine de perderse, irrumpirá el ángel humano que me advierte que es tiempo de salir. Siento su soplo cerca de mí. Es el mismo aliento de vida que desde niña me ha llamado a la superficie. Mis compañeros esperan. Comienzo a ascender y cuando tomo la primera bocanada de aire siento que estoy sana y acompañada. Entonces, puedo escribir.
Presentación en Madrid de ‘La mitad de mí’
En la presentación de mi libro en Elche, hace un mes, en la que tuve la suerte de estar acompañado por Vicente Verdú, leí extractos de mi libro, hice una presentación al estilo estadounidense, una lectura, una elección que te ahorra hacer autocrítica y de paso diseccionar tu propia obra, que es una tarea que nadie que escriba tiene ganas de hacer. Porque, ¿por qué escribir unas líneas, incluso un artículo o breve ensayo sobre tu propia novela si eso mismo te ocupó 200 páginas para decirlo? Así que aquí iba a hacer lo mismo, leer para abrir el apetito del que luego quiera leer el libro. Sin psicoanalizarme ni desnudarme, ni exponerme públicamente más de lo que lo he hecho ya, privadamente, en La mitad de mí, este libro de estampas literarias y crónicas y relatos novelado y con tintes autobiográficos sobre la mitad de la vida de un hombre, sobre la búsqueda de la sensibilidad perdida en la mitad de su cuerpo a causa de una enfermedad y el rastreo de la llamada otra mitad, pero sobre todo, como bien supo ver el otro día Vicente, sobre la necesidad de escribir, ese rapto misterioso, casi a vida o muerte a veces, que lleva a escribir. Ese impulso de que o escribes o no eres nada ni nadie.
El sábado pasado Vicente exponía en su columna de El País algunas de las ideas que comentó en la presentación de Elche. Cuál es el motivo íntimo de la escritura. A Gil de Biedma, recogía él, le preguntaron por qué escribía y contestó: “Escribo para haber escrito”, una forma de liberarse de la culpa de no hacerlo, añadía Vicente, algo en lo que estábamos todos de acuerdo (aunque he visto alguna discrepancia el mismo sábado en Facebook proveniente de algún escritor joven que obviamente no es un escritor gravemente herido, o letraferido, como todavía son los hijos de aquellos “santos personajes”, decía Vicente.
Mi presentador terminaba su artículo subrayando una tendencia actual en la literatura obsesionada con la celeridad, por la cual, decía: “Toda meditación, toda reflexión, todo pensamiento suelen parecer demasiado largos y morosos. Frente a la meditación la intuición, frente a la reflexión la acción, frente al pensamiento el movimiento”.
Y esto nos lleva a otra fuente recomendada por Vicente el otro día, con tus sugerencias de lectura me lo has puesto más fácil y me has ayudado a desenredar la madeja que estaba liada en los últimos meses ante la perspectiva de la presentación de mi libro. Mencionaste el ensayo de Gabriel Celaya Exploración de la poesía, que no me da tiempo a desmenuzar aquí aunque sí a destacar un par de sus valiosas ideas.
Y hablando del cuerpo, Gabriel Celaya enumera siete sentidos en San Juan de la Cruz. Los cinco que conocemos, más dos sentidos internos, el Imaginativo y el Fantástico. Es decir, no se puede entender la realidad si no unimos lo sensitivo a lo mental. “Lo que San Juan de la Cruz niega tajantemente”, dice Gabriel Celaya, “no es el flujo poético sino el discurso de la razón pura: Niega la posibilidad del discurso sin el simultáneo ejercicio y operación de la imaginativa, porque dice que el discurrir es a base de imágenes fabricadas por los sentidos interiores”.
Así que ya descarto definitivamente explicar mi libro exclusivamente a través del cuerpo, que es uno de los temas importantes de la novela y la recorre de arriba a abajo, con un protagonista marcado, como muchas otras personas de su generación, por el cuerpo como ultimo refugio, por el sexo, drogas y rock and roll de la Generación X y antes de la Generación Beat o la de los 50 en España. Y esta conclusión me ayuda a imaginar mi próximo libro, que pretendo que esté centrado en la mente y la apelación de San Juan de la Cruz a lo sobrenatural, lo que otros llaman lo supernormal.