Para mi hermana Sonia, después de haber visto su solo telúrico
Yendo a lo esencial, encontramos los rastros del polvo de estrellas que todavía componen la epidermis del mamífero homo sapiens, el ADN del cabello de Lucy, los fósiles de todos sus descendientes presentes en la Tierra a raíz de estallidos, erupciones y ríos de lava volcánica que tuvieron lugar a las tres de la tarde de un día de noviembre de hace 4.550 millones de años, minuto más, minuto menos.
Yo me acerco hasta una sala tenue tiempo después apoyado en un bastón heredado a través de mi abuelo y mi padre. Es el aniversario de ese día explosivo y germinal, todos los componentes químicos celebran con choques de copas de champagne, rozando sensualmente las órbitas de sus electrones, vibrando sus cadenas genómicas al unísono aunque sin saberlo y gritando viejos cánticos ancestrales de tormenta, magma y granizo asesinos, regeneradores, cultivadores de nuevas capas geológicas en estratos pacientes que acumulan siglos unos sobre otros.
Ese espectáculo natural primigenio se entabla en la sala, a los pies de una mujer salvaje que danza y tirita a los sones de los instrumentos musicales de la jungla, el monte, la llanura, el desierto y los valles apesadumbrados por la erosión de tantos milenios, un baile entrelazando generaciones con una aguja de hueso y un hilo de piel de cabra mientras llora el eco de una flauta y se ríe el consquilleo de un palo de lluvia.
Mi bastón me impulsa fuera del cubo donde ha tenido lugar la fiesta de aniversario de la Tierra, vuelvo sobre mis pasos reptando junto a reptiles, anfibios y peces, que me espera un pincho de tortilla en una de esas playas de moluscos triturados por las centurias, al lado de un grupo de sirenas y gigantes adormecidos por la digestión del tiempo.